El síndrome de fin de curso

Es un síndrome sobre el que creo que ya hablé alguna vez en el pasado, pero por raro que parezca, me apetece traerlo hoy a colación.

El síndrome de fin de curso hace referencia a la idea de volver a clase, al último día, a la fiesta final… es como una punzada de nostalgia que te hace querer volver atrás en el pasado y revivir aquellos maravillosos días de tu vida porque, en el fondo, sólo guardamos del pasado los buenos ruecuerdos.

Pero seamos realistas, no volverías a la universidad por nada del mundo, ni al último trabajo que dejaste ni al instituto. Si lo piensas en frío, ni de coña querrías volver a esos días duros y difíciles con todas las putadas que te sucedieron, sólo es una ensoñación, un espejismo producido por la idea de que cualquier momento sería mejor que las vicisitudes que te sobrevienen en el presente.

Con las relaciones de pareja pasa lo mismo.

Tras una ruptura dolorosa hay momentos fríos y solitarios en los que te asalta esa punzada de nostalgia y, por alguna razón, sólo te acuerdas de los momentos buenos, los gloriosos… los besos apasionados, el mundo entero desapareciendo más allá de las fronteras del sofá, la sensación de plenitud girando en torno a una estufa de gas y una tienda de campaña construida en el salón de casa, aquella noche mágica bajo las estrellas, aquellos abrazos sinceros, la seguridad retumbando a través de los latidos de nuestros corazones fundidos en un sólo ritmo…

En fin, el frío hace que te cuestiones muchas cosas y la soledad es una mala enemiga a la hora de replantearte todo lo que no tienes que te falta. Es lógico dudar, es normal tener atisbos de debilidad de vez en cuando y creer que quizá es posible que las cosas puedan volver a ser lo que fueron alfuna vez. Como dice el párroco de mi Iglesia: el demonio nos tienta constantemente cuando nos hallamos atravesando en soledad el desierto sin saber cuándo llegaremos a la Tierra Prometida.

La soledad me está enseñando mucho este año, especialmente, sobre la forma de pensar y de entender el mundo de las mentes pequeñas y cortitas de luces. Sí, me lo planteé en algún momento porque es humano errar y rectifiqué, que es de sabios, al comprobar que la chispa de la tentación no era más que otra muestra de maldad pérfida y desabrida. No, ya no me pueden los impulsos, ahora la paciencia es mi maestra.

Y me gusta. Estoy disfrutando de la contemplación y del funcionamiento de la estrechez de miras de las personas que me rodean.

Me da algo de paz; pero, al mismo tiempo, me provocan compasión y lástima las tristes e insignificantes criaturas que creen que una no puede hallar la plenitud sin ser sólo la mitad de otra persona.

Piensan que estoy sola sólo porque no ven a quienes me acompañan. Y a la vez creen que tengo una pareja romántica porque no saben que no necesito de nadie para ser perfecta y feliz. Y así las malas lenguas caen de nuevo en el círculo vicioso de su misoginia abriéndome los ojos para impedirme que vuelva a cometer el mismo error.

Sí, la cosas buenas del pasado me producen algo de nostalgia. Pero ni toda la nostalgia del mundo ni todo el frío que se produce en mi colchón pueden tapar la peste a mentiras y a maltrato que todavía me llega de la podredumbre de una relación fracasada por el odio, la envidia y la falta de autoestima y seguridad. Hay cosas mucho más grandes e importantes para calentar un corazón que una relación de pareja o meramente sexual, hay cosas más profundas, más rales y mucho más duraderas… qué pena que la sociedad en la que vivo tenga las miras tan reducidas y tan poca imaginación para alcanzar una plenitud que no derive de la mera vulgaridad.

Diría que felices fiestas… pero he aprendido que es mucho mejor ser feliz y desearla todo el año.