El juego 1: cuestión de tiempo

El problema real era que mi poder suponía una piedra angular fundamental en la caída de su reino del terror. Había creado otro mundo paralelo que intoxicaba su sistema penetrando por sus venas y arterias como un virus imparable. En su universo, regido por la autoridad, el miedo y el aislamiento, los viejos reyes se habían acomodado en sus tronos polvorientos depositando toda su confianza en un ejército de paladines gordos y vagos que hacía demasiado tiempo olvidaran su propósito y empleaban su influencia para enriquecerse robando y maltratando a un pueblo cada vez más cansado y con más necesidad de cambio.

Mi guerra no fue una guerra de sangre, siquiera de armas. Fue más bien una revuelta pacífica, una especie de resistencia encubierta. Dejamos de nutrir y alimentar las arcas de los terratenientes, incapaces de producir sus propios recursos sin el dinero que les facilitábamos. Entonces descubrimos la forma de sobrevivir sin ellos y obligarles a gastar su riqueza para alimentar a su tierra desnutrida.

Al principio, subsistíamos a duras penas; pero con el tiempo nuestra rebeldía se convirtió en una auténtica autarquía y nos independizamos: podíamos conseguir, fabricar, crear todo cuanto necesitábamos para vivir y poco a poco dejamos de depender de ellos. El torrente provocado por aquel movimiento tal vez llegara demasiado lejos. Corrió la noticia a través del viento cruzando nuestro mundo: los paladines perdían su poder, no podían controlarnos y, por tanto, nadie podía obligarnos a servir a los amos que nos habían despreciado y se estaban quedando sin mano de obra barata ahora que nos permitíamos el lujo de exigir nuestros derechos.

Había que destruir a la Reina del Bosque. Lo único que nunca entendí, a pesar de las amenazas y de todas las brutalidades a las que fui sometida, es ¿por qué no acabaron conmigo tal y como habían prometido? Supongo que son demasiado vagos, demasiado ignorantes y, probablemente, demasiado supersticiosos como para atreverse a tocar a una bruja de verdad. No pudieron convencerme de que me marchara por mi propio pie (y no lo hice por eso, porque me di cuenta de que no podían obligarme se pusieran como se pusieran), eso hizo que no quisiera rendirme. Al contrario de lo que cabía esperar.

Su mayor error fue destapar sus cartas antes de tiempo. El miedo y las amenazas son el últmo bastión tras el que se amparan los perdedores. Cuando empezaron los acosos tan descarados y desesperados contra mí, supe que no sólo no tenían nada para ganar, sino que además podía vencerles con un poco de esfuerzo. No debieron darme la idea de grabar las conversaciones (si me estáis leyendo, gracias… Alicia).

Supongo que a todo el mundo le vino bien la destrucción provocada por el fantasma, ¿por qué no? Todos tan amigos, todos tan mentirosos, todos tan asustados… y todos aparentando algo que no son. A saber a cuál de todos esos hipócritas se le había ocurrido la idea de que un puñado de pobres mortales sin conocimiento podría traer a este mundo a un ser lo suficientemente poderoso y estúpido como para no burlarse de ellos y emplear su tiempo en atacarme a mí: hija de los dioses y las hadas, ungida reina por el mismísimo bosque que me trajo hasta aquí desde las remotas tierras del Páramo donde el Brujo me concedió la magia que fluye por mis venas.

Pero no quiero derrochar mi tiempo escribiendo ahora sobre un ser tan insignificante, ínfimo y patético como el títere que es el triste fantasma sin más pena ni gloria que el parasitismo que supone a quien le quiera escuchar. Estos renglones son para contar lo que ocurrió en esa playa y cómo rompí la trinchera en la que les hice creer que me tenían atrapada a su merced.

«Es cuestion de tiempo», se decían unos a otros, «tarde o temprano cometerá un error decisivo», ¿verdad? Y así fue: cuestión de tiempo. Solo que no fui yo quien se equivocó.

Fue como jugar una partida compleja y retorcida de un ajedrez extraño en la que sabes que tus oponentes no alcanzan ni la mitad de tu CI ni poseen tus capacidades predictivas y lo único que se las ha ocurrido para obtener una ventaja decisiva es jugar con piezas invisibles que sólo ellos pueden ver. Reconozco que al principio fue muy frustrante comprender las normas y la dinámica del juego, me cuesta infinito entender los procesos sin un manual de instrucciones y una partida de prueba, ¡y me jugaba la vida! Suerte que sois pésimos jugadores… honestamente, el ajedrez se me da como el culo, ni siquiera le presto atención cuando juego.

El caso es que tenía que apañarme sola, sin salir de mi prision, para aprender a jugar a un juego que desconocía y cuyas piezas ni siquiera podía ver. Encerrarme en mi torre fue el primer paso, el Libro de la Guerra dice que las trincheras son la forma más segura de protegerte y estudiar al enemigo. Esperar, fue el segundo paso. Los aborregados paladines no tardaron mucho en rodear y asediar mi castillo en cuanto supieron que estaba dispuesta a jugar. Tal y como imaginé, en cuanto se creyeron vencedores me dejaron ver sus piezas. Imagino que querían que supiera quiénes eran y con qué fuerzas iban a atacar para asustarme y convencerme de que no tenía escapatoria.

Y no la tenía, cada vez me costaba más trabajo entrar y salir sin ser vista. Pero se olvidaron de un detalle importante: lo que era invisible para mí, era invisible para ellos. Su ego terrible les había llevado a mostrar su estrategia, mi paciencia mantuvo oculta la mía. Era cuestion de tiempo.