Anónima, Geek… bruja, guerrera, libre, liberada. Esta es la historia ficticia de mi particular guerra real.
Al quedarme sola en la sierra todo el mundo empezó a llamarme. Mi teléfono se volvía loco y, de pronto, ya no daba a basto. Iba, venía, se acababa, reponía… no tenía tiempo de dormir ni de comer ni de respirar. Tenía que encontrar una solución a la locura que se había apoderado de mi vida y empecé a pensar.
El marketing social había funcionado. Los influencers y los comerciales hacían su trabajo y cada vez me necesitaban en más lugares a la vez. No podía abastecerme. La voz había corrido como la pólvora y todo se movía deprisa y una vez desaparecida la competencia y despejadas las rutas, todo venía a mí. Salían las cuentas. Un día se me presentó una oportunidad… y entonces empecé a entender cómo funcionaba el negocio de verdad.
«¿Puedes fiarme?«, me preguntó uno de mis chicos.
Solía venir a verme todos los días y siempre se llevaba algo para sus amigos, me sacaba las ventas en su zona y me tenía contenta. Hacía un año que contaba conmigo y siempre que tenía un problema o necesitaba algo acudía a mí. Y ya llevaba tiempo aprendiendo a hacer tareas pequeñas. Ya había visto la mercancía, ya le había cogido cariño, había visto cómo funcionaban las máquinas, cómo se preparaban los bombones y me había cubierto en mi ausencia. Conocía el mercado, más o menos, y conocía al público. Y lo que era más seductor: los consumidores se fiaban de él.
«Me debes un montón de dinero«, le dije despacio, extendiendo sobre la mesa lo que había venido a buscar.
«Te lo pagaré«, me susurró algo avergonzado, porque los dos sabemos que no puede pagar nada de lo que me debe.
«¿Estás dispuesto a escucharme?«, pregunté mirándole a los ojos.
Me miró con curiosidad y cogió despacio la mercancía, le acerqué un cenicero y todo el material que necesitaba para probar la muestra y le ofrecí que se lo tomara con calma, que escuchara mis palabras y pensara despacio en lo que le iba a decir. Cuando encendió el producto y dio la primera calada asintió despacio, dejó que le pusiera una cerveza fría y supe que escucharía todo lo que tenía que decirle.
«Tu deuda está cubierta, me he ocupado personalmente de protegerte, nadie va a venir a pedir nada de lo que tú me debes. Pero no puedes contárselo a nadie, porque a tus amigos tengo que cobrarles. Tú estás bajo mi ala, eres intocable si no me traicionas y haces todo lo que yo te diga…«.
Y así, le conté cómo podía trabajar para mí, le expliqué que necesitaba a alguien que se ocupara de su zona porque yo no podía estar en dos sitios a la vez y tenía que salir con el coche y había muchos días en los que él necesitaba y yo no estaba. Además, la cosa se estaba poniendo fea, cada vez hay más gente en el pueblo y venir a todas horas por la puerta de mi casa es complicado, especialmente ahora que tengo vecinos. Y necesito un comercial en las fiestas y verbenas, a alguien que pueda distribuir discretamente. Le hablé de precios, de tarifas, de costes… le conté cuánto podía darle, cómo llevarlo, con quién hablar, cómo deshacerse de la mercancía en caso de tener problemas. Estuve hablando una hora y media y él me escuchó atentamente sin decirme nada. Luego saqué una caja de madera y le preparé su parte del negocio, todo lo que necesitaba para empezar a llevarlo estaba allí. Dejé la caja abierta delante de sus narices y me quedé sentada en silencio a la espera de que me dijera algo. Durante diez minutos no dijo nada, miraba la caja y miraba la postura que tenía entre los dedos. Y pensé que me llamaría pirada, pensé que diría que me había vuelto loca, pensé que saldría huyendo de allí. No sé. Me la jugaba a una carta e intentaba mantener la calma y la tranquilidad, pero la realidad es que estaba desesperada por encontrar una salida y un punto estable de venta que me diera un poco de espacio y tranquilidad.
«¿Y si me piden más de lo que hay en esa caja?«, fue todo lo que me preguntó.
«Entonces me lo dices y te doy más instrucciones«.
Una sonrisa me confirmó que todo iría bien. Había entrado. Cerró la caja, me miró y se levantó de la silla con ella de la mano.
«Acuérdate: primero mi dinero, lo demás es tuyo«, le dije, «Ten cuidado, diviértete… y recuerda: si alguien viene a pedirme explicaciones, se acabó la fiesta, para ti y para todo el mundo, ¿entendido?«.
Y así fue como recluté a mi primer soldado. Empezó a funcionar tan bien que hasta le pagué una tarifa de datos para su teléfono móvil… al fin y al cabo, me interesa tenerlo disponible por si pasa cualquier cosa.

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