Anonima Geek

Anónima, Geek… bruja, guerrera, libre, liberada. Esta es la historia ficticia de mi particular guerra real.

La paya gitana: el por qué

NOTA: a Sony y Ari, si deseáis que retire vuestros nombres, me avisáis, que con vosotras tengo trato todos los días. A las Indianajinas las conservo en Insta, ellas saben quiénes son y prefiero mantenerlas en el anonimato. Ahora tienen vidas muy distintas, han encontrado su sitio y su felicidad y se la merecen.

Sé que en el fb prometí escribir una entrada sobre por qué las mentiras y las manipulaciones tienden a no funcionar y explicaros un poco cómo va el rollo de las relaciones interpersonales por interés. Pero si al final de esta entrada no he dicho nada de eso, prometo que mañana me dedicaré a ello.

Hoy he tenido conversaciones muy interesantes con gente de mi pasado, de esos que están ahí desde que el mundo es mundo y todavía jugábamos por la calle a las aventuras y esas cosas y he recordado una anécdota que me apetece mucho compartir. Va para ti, Sony, que sé que hoy te sientes un poco así y sigue el hilo de la conversación que hemos tenido. Te quiero, tía, eres magnífica.

Cuando era peque, mi grupo de amigas básico estaba constituido por dos hermanas del bloque de enfrente, mi hermana y yo. De vez en cuando se nos sumaban algunas niñas más, pero no compartíamos los gustos y no solía durar. Qué raro, Ari, éramos vecinas de toda la vida y no conectamos prácticamente hasta el instituto… se ve que andábamos en ondas diferentes en aquel entonces.

Nosotras no jugábamos a las muñecas. Éramos fans de Xena, la princesa guerrera, y de Indiana Jones — por cierto, al capullo gafotas de mi profe de inglés de las clases particulares de cuando tenía diez años: que te den, me hiciste poner en la cinta de VHS regrabada Indiana Johnes con H por no tener que darle la razón a una niña y ser más listo… suerte que lo hice con lápiz y lo corregí en casa, porque vaya tela, no sé qué tienen los adultos con la manía de mentir sólo por los cojones de tener razón–. Nos gustaban Karate Kid, Los Tres Pequeños Ninjas, Los Power Rangers –nadie quería ser la rosa… nos pegábamos por evitarla por heteronormativa–, la mitología clásica de la antigua Grecia –jugábamos a ser Hera, Artemis, Atenea y Perséfone –, la Familia Adams y las Tortugas Ninja. Todo en grupos de cuatro, y si no eran cuatro, nos inventábamos los personajes y lo adaptábamos. Llegamos a ser Martes, Miércoles, Viernes y Cosa. A mí me gustaba Viernes… Jueves se usaba sólo para insultarnos cuando nos enfadamos, los Lunes no gustan a nadie y por alguna extraña razón incomprensible mi hermana –¿o era Marion?– quería ser Cosa y se la respetaba.

Montábamos en bici de chico — la de la barra alta; que por cierto, fui la última en quitarse los ruedines de atrás, algún día os cuento la divertida historia sobre cómo aprendí a montar… todos creían que era una cuestión de habilidad, pero en realidad era un bloqueo cognitivo, parte de mi encanto personal –, patinábamos en línea y hacíamos Parcour por los columpios de barras de hierro que, en aquel entonces, se llamaba hacer el gamberro. Jugábamos a Chicho Terremoto, a Piratas y a Oliver y Benji.

Lo teníamos claro, vaya. Aquel antiguo grupo de amigas primigenio se constituyó cuando yo tenía cuatro añitos y acabábamos de aterrizar en el barrio en el que pasaría los dieciseis años del peor infierno de mi vida –no te pongas catastrófica, mamá, que en el fondo me ha venido de perlas el trainning y de verdad que no lo cambiaría por nada del mundo.

No tengo ni la más remota idea de cómo acabó aquello en nuestras cabezas, simplemente siempre supimos que no seríamos como las demás: nada de princesas, nada de víctimas, nada de esclavas del patriarcado. Nosotras seríamos guerreras libres y libertarias y siempre nos igualaríamos a cualquiera que nos retara. Las defensoras de las causas perdidas.

Hasta que nos retaron. Las Indianajinas y Marion — que era como nos hacíamos llamar emulando a nuestro ídolo — fueron desafiadas por un grupo de chicos mayores que se apoderaron de nuestro parque y no nos dejaban jugar. Se burlaban de nosotras por ser chicas, no hembras sino pequeñajas, y se jactaban de ser mayores y de poder pegarnos si querían. Además, nos superaban en número. Ya ves, cuatro crías, la más mayor de unos ocho o nueve, contra media docena de machitos pubescentes de entre doce y catorce años. Para nosotras eran gigantes. Nos aterrorizaba la idea de pelearnos.

Por suerte, el padre de mi amiga Indi es catedrático y profesor, ya no recuerdo de qué exactamente, pero sé que de letras. Nos enseñaba los clásicos de la literatura — recuerdo que me hizo leer Romeo y Julieta de Sheakespeare en el 98, ¿qué tendría, 11 años? antes de autorizar a mi madre a permitirnos alquilar en el videoclub la cinta VHS de Leonardo Di Caprio… y mereció la pena, qué coño –; nos contaba leyendas, cuentos e historia de la mitología Griega y Clásica y nos enseñaba filosofía y también cuentos educativos que él mismo inventaba y grababa de forma casera… nunca acabábamos de entenderlos, pero como al hombre le hacía feliz, nos esforzábamos. Y no sólo eso, nos obligaba a pensar y a extraer conclusiones y enseñanzas de cada relato, hacía que nos esforzáramos, que buceáramos en las profundidades y desentrañáramos valiosas lecciones ocultas en la superficialidad de las florituras líricas. Básicamente, no nos dejaba irnos a jugar hasta que le hacíamos un comentario de texto sobre lo que fuera que nos hubiera contado. Y no sólo eso, también con las películas. No nos hacía ponerlo por escrito porque mi amiga Indi, que era su hija mayor, estaba hasta la seta y nos defendía.

Aunque reconozco que a mí me gustaba. El tío era un padre coñazo, pero un padre que se esforzaba por conocerte y tratarte a nivel personal. Nos validaba. Era guay. Nos prestaba atención y nos inventaba juegos con más o menos éxito.

Pasamos muchas semanas meditando sobre cómo enfrentar a los chavales hasta que un día el hermano mayor de Indi nos dijo que contra la violencia había que usar la inteligencia y que si no éramos capaces de resolverlo es que no éramos tan listas como él pensaba. Qué encoñamiento tuve de pequeña con ese muchacho, oye… estimulaba mi cerebro, se entretenía en marearme con acertijos, puzzles y toda suerte de juegos mentales porque decía que sus hermanas estaban aburridas ya de él, lo llamaban pesado y se enfadaban conmigo si pasaba demasiado tiempo con él –nada de chicos, éramos mini feminazis xD–. Y como en mi casa no me hacía caso nadie y tengo un CI bastante alto, la cosa es que a mí sí me gustaba todo lo que me contaba, me fascinaba con sus retos hasta el punto de que si iba a jugar a casa de mis amigas lo primero que hacía era pasar por su habitación como un ritual religioso, bien para aprender algo nuevo, bien para escuchar el reto de la semana o bien para darle mi respuesta. Una vez me escribió mi nombre con geroglíficos egipcios. Todavía lo recuerdo, me tocaron los más feos, pero todo eso me fascinaba: conocimiento. Era adicta.

Por cierto… aquel muchacho me regaló el primer recuerdo mágico de mi memoria. Pero esa es otra historia y os la cuento más adelante.

Un día se nos ocurrió la solución: ¿cómo lo harían nuestros ídolos? Muy fácil, los retaríamos a un partido de fútbol, chicos contra chicas. Quien ganase se quedaría con el parque para siempre.

«Pero no sabemos jugar y ellos son más que nosotras», dudó Ana.

«No se trata de saber jugar… se trata de que no marquen gol en nuestra portería», dijo Indi con los ojos brillantes. Yo era la más inteligente, pero ella era la más creativa, brillante e ingeniosa.

«¿Y cómo lo hacemos?», preguntó Marion.

«Vosotras apuntad a las espinillas y ya les marco yo»

«¿Eso no es hacer trampa?», pregunté inquieta, preocupada por la literalidad del asunto, jugar fútbol no era lo mismo que pelar… ¿o sí? Indi siempre sabía explicarme la parte más humana de la vida, ya desde niña era una persona admirable.

«¿Y seis niños de trece años contra cuatro niñas de siete, ocho y nueve no?», salió la justiciera que llevaba dentro, «Además, somos las Indianajinas, tenemos que recuperar nuestro parque»

«A por ellos», nos vinimos arriba.

No ganamos el partido, pero les pillamos por sorpresa, los lesionamos a casi todos y se rindieron por frustración. En la Córdoba de los 90 los niños no pegan al sexo débil. Así que ganamos por abandono del equipo contrario.

«No quedará así», dijeron.

Y no quedó así. Aquellos chavales eran de mi cole y emprendieron su venganza sumándose a los bullys que ya se metían conmigo por friki. Obvio me tocó todo el marrón porque era la más mayor… más adelante, cada una vivió su propia experiencia de terror en el colegio, pero esas historias no me pertenecen.

Aquellos niños estaban en todas partes: el colegio, el barrio, el parque, la tienda de chuches… y esperaban a encontrarme sola para atacar. Al principio intentaba sortearlos, darles esquinazo. Pero entre la dictadura del terror que vivía en casa y que el grupo de amigas acabó disolviéndose, llegó un momento en que la soledad me hizo sentir profundamente insignificante en medio del universo –no es culpa de nadie, mamá, recuerda siempre que sólo es la misma historia, solo que desde otra perspectiva; la historia de lo que pasó durante aquellos años siempre tendrá cuatro versiones distintas y tres de ellas son legítimas, no se contradicen, se completan entre ellas–, así que me resigné, acepté el acoso y el maltrato como parte de la vida. Lo asumí como algo inevitable. Permanecía pasiva, con la mente perdida en mis mundos de fantasía, lánguida como un juguete y dejaba que me insultaran, me golpearan y rompieran mis cosas. Si caía al suelo, me hacía bola, miraba a través del cielo en busca de otros mundos, apretaba los dientes y esperaba a que se cansaran y se largaran. Luego me levantaba, recogía mis cosas y la vida seguía su curso.

Muchas veces me sentaba a llorar de frustración en un banco del parque. Los chavales pasaban, se metían conmigo y seguían su camino y yo sólo lloraba recordando las palabras del hermano de mi amiga: «si no eres capaz de solucionarlo, no eres tan lista como yo me imaginaba». No lloraba por los golpes ni los insultos, lloraba enfada conmigo misma porque no encontraba el modo de cambiar la situación.

«Ey paya», me dijo una vez un gitano al ver pasar a uno de los abusones en bici, «¿quieres dejar de llorar?»

«Sí», le miré impotente, pero dispuesta a aprender.

«La próxima vez que pase tírale un palo a las ruedas», se burlaron todos los gitanos.

¿Sinceramente? No tengo ni idea de si era una broma, una burla, un reto o si iba en serio. Pero en aquel entonces todavía me lo tomaba todo a lo literal, así que no me planteé las consecuencias ni la posibilidad de que fuera una metáfora. Simplemente vi una solución. Y justo vi venir la bicicleta con tan buena fortuna de que hacían podado el parque y una de las ramas se me antojó perfecta. Con diez años no entendía ni jota de ciencias, de causalidad, de masas, de velocidades ni nada por el estilo, no relacionaba esos conceptos. En mi mente sólo había tres conceptos clave: bici, palo, dejar de llorar.

Menuda puntería y pedazo de liada. La flipé. Tiré el palo como por instinto, mirando al chico a los ojos. El chaval me miraba directo y no lo vio venir. Desgraciadamente, metí el palo entre los radios de la rueda de delante. Pasó todo en una milésima de segundo y todavía lo tengo grabado. El palo, los radios de la rueda que se para de golpe y el chaval saliendo disparado por encima de la bicicleta a toda pastilla. Voló no sé cuánto, aterrizó de boca contra el suelo y le cayó la bici encima. Nos quedamos todos paralizados. Los gitanos alucinaron. Yo estaba impactada y el chaval no se movía. Nadie se lo esperaba. Los segundos más largos de mi infancia.

Afortunadamente, el muchacho no se rompió nada más allá de los radios de la bici, las rodillas del vaquero y el orgullo de ser derribado por una cría. Se levantó con los brazos arañados y me miró furioso. No sentí miedo, no sentí apatía. Por primera vez no me sentía indiferente y tampoco vulnerable. Sabía que me iba a matar a golpes, probablemente con toda su razón, pero tenía tanta ira y tanta rabia acumuladas que no me importaba dejarme la piel a golpes contra él. Ahora que lo había visto caer me parecía mucho menos aterrador. Se lanzó contra mí dispuesto a hacer justicia a puñetazos y yo lo esperaba deseando defenderme, no veía nada más. Todo había desaparecido. Sólo estábamos él, yo y la ira.

De pronto se paró en seco y desperté del trance.

«Ni se te ocurra volver a tocarla», el mismo gitano que me había dado la idea dio la cara por mí para defenderme, «tiene más huevos que tú, la paya es de los nuestros y si tocas a un gitano…»

El muchacho se sintió en minoría rodeado de gitanos, recogió la bici y huyó.

«Ven paya, si quieres aprender»

Los malos tratos no acabaron ahí, ni mucho menos, los gitanos no estaban siempre para defenderme. Pero aquel grupo de chavales de raza fue el primer grupo de chicos con el que trabé amistad. Me llamaban «paya» y «gitana blanca», pero nunca me trataron como a un ser inferior ni me sexualizaron. Al contrario, eran tres o cuatro años mayores que yo, pero me trataban como a un igual.

Tengo cientos de miles de historias y de anécdotas de mi etapa en Andalucía con aquellos gitanos. Pero la primera lección que aprendí aquel día es que la única forma de vivir sin miedo es enfrentando la cosas. Sufrí malos tratos reiterados durante mucho tiempo y sólo hubo una forma de pararlos, la más simple: un palo. A veces te enfrentas y ganas. Otras veces pierdes y te parten la cara o acabas con una escayola. Pero cada vez que te enfrentas da menos miedo, cada vez que luchas te haces más fuerte, cada vez que te levantas eres un poco más lista. Y no es que los golpes duelan menos o que la derrota de menos vergüenza… es sólo que te acostumbras.

Pierdes el miedo a romperte los huesos cuando ya sabes lo que se siente. Cuando ya has sufrido, ya sabes a qué te enfrentas, estás preparada para sentirlo, aceptarlo y asumirlo. La derrota no importa, es parte de la vida. Lo que importa es la victoria. Al fin y al cabo, cuando no has tenido nada, no tienes nada que perder…

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Esta entrada fue publicada en agosto 25, 2023 por en Reina de las Sombras, Relatos, Social, yo misma y etiquetada con , , , , , , , , , , , .

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