Anonima Geek

Anónima, Geek… bruja, guerrera, libre, liberada. Esta es la historia ficticia de mi particular guerra real.

Las huellas dactilares: el entrenamiento

Hoy me gustaría disculparme por mi estilo caótico y la forma tan libre que tengo de escribir y de contar las cosas. Sé que me paso la vida dando saltos haca atrás y hacia adelante, lo que en cine y literatura se llama flashback o analépsis y flashforward o prolépsis. Con vuestro permiso, os explico lo que son y cómo funcionan y nos ponemos luego al lío.

El flashback o analepsis consiste en introducir un recuerdo o secuencia del pasado en la narración, lo que rompe el orden cronológico de la historia de forma momentánea. […] No sirven para contar la historia desde el final hacia el principio, sino que son escenas puntuales que proporcionan claridad sobre algún aspecto del pasado de los personajes. […] Este recurso[…] debe aportar siempre algo a la historia y no aparecer sin razón alguna.

Fuente: blog.bod.com.es

El flashforward o prolepsis es un recurso que nos lleva hacia delante para informar de algo importante que el lector debe saber y que va a ocurrir. Este recurso literario que tiene la función de provocar un efecto muy concreto en la novela: genera curiosidad, eleva las expectativas y despierta el interés de la lectura.

Fuente: blog.bod.com.es

La historia que os cuento empezó en un momento presente en concreto, pero mi historia proviene de muy atrás. Es por eso que algunos post saltan al pasado y otros te lanzan hacia adelante y se mezclan, porque mientras unas anécdotas se explican con otras, otras dan lugar a las que vendrán. Y mientras el presente sigue sucediendo a velocidad de tiempo real (aun hay que esperar para conocer muchos resultados y ver la evolución de esta aventura), el recorrido por todo lo demás me ayuda a poneros en contexto sobre la persona que soy, mis creencias, mis experiencias y sobre todo la realidad de la que trato en este blog. Una realidad que, como he dicho siempre, es la base de toda la ficción novelística a la que me estoy agarrando para escribir todo el libro que tenemos entre manos.

Vamos al lío.

Pasé ni más ni menos que ocho añazos en el mismo colegio, desde 4º de parbulitos hasta 2º de la ESO. Ocho años con los mismos compañeros, casi los mismos profesores y, por supuesto, los mismos problemas. Y no falté ni un solo día sin causa justificada. Es más, mis padres son de la creencia de que al trabajo se va sí o sí y no se falta bajo ningún pretexto, de modo que tanto si te dolía la cabeza o la barriga o si estabas mareada o simplemente no querías ir, ibas igual. Su visión consistía en el conocimiento de que los niños a veces se rebelan e inventan excusas, de modo que si estaba enferma de verdad, acabarían llamando del colegio para enviarme a casa. Y así ocurría. Si me negaba a ir, iba, si no estaba enferma, mala suerte, no colaba. Si lo estaba, cuando me subía fiebre en el cole o vomitaba o cualquier cosa parecida, en seguida los profesores llamaban a enfermería y a mi casa y mi madre me recogía. A mí y a los deberes. No fuera a ser que luego me diera por sentirme mejor y quisiera salir a jugar o algo. No, señora, si te sientes mejor, primero las obligaciones y luego los juegos. Si estás mala, estás mala para todo, no para lo que te interesa. Y este sentido de la responsabilidad lo agradezco mucho, la verdad, siempre me ha parecido muy importante.

En fin, menudos ocho años… ¡Qué entrenamiento más largo! Ahora me parecen casi un paseo si miro atrás xD

Como he comentado muchas veces, hubo muchas otras personas a las que no puedo mencionar, fuimos víctimas de acoso escolar. Ahora llamado bullying. Eran años complicados. Por aquel entonces esas cosas no estaban penadas ni contempladas en la ley y los servicios sociales no prestaban especial atención. Se consideraban cosas de niños y existía la creencia educativa de que los niños y niñas debían enfrentarse solos a la adversidad para aprender a enfrentar los problemas cotidianos de la futura vida real. Pero tampoco nos daban herramientas para aprender a gestionar esos problemas. Los padres consideraban que era labor de los profesores educar a los niños y los profesores, siendo honestos, las pasaban verdaderamente putas rodeados de niños y niñas irrespetuosos, consentidos y acostumbrados a salirse con la suya. La mayoría de los padres de mi colegio eran padres de bajo nivel económico y cultural, creían que tenían hijos e hijas brillantes y no consentían que nada ni nadie los pusiera en tela de juicio.

Las primeras leyes que salieron de protección al menor determinaban que ningún adulto puede golpear a un menor bajo ninguna circunstancia. Es una ley justa, pero la protección a los menores todavía estaba en pañales, aún había cosas que no se tenían en cuenta y aquella ley causó problemas severos en los centros docentes. Por ejemplo, uno de los grandes problemas fue que los profesores se vieron coaccionados por la actitud de los niños. Mis padres contaban que en sus tiempos los profesores podían abofetearlos y que cuando llegaban a casa llorando porque un profesor les había golpeado sus progenitores, generalmente un padre autoritario, les golpeaba dos veces: una por molestar al profesor y otra por molestar al padre. Se entendía que la labor de los niños era obedecer a los profesores y que los profesores podían castigar a los niños en función de su criterio. Obviamente esta situación era foco de muchos abusos, porque si bien fomentaba que los padres tóxicos se libraran de los hijos, también se daban situaciones de abuso por parte de los profesores y todo ello generaba un problema que había que remediar.

Pero las primeras leyes se quedaban cojas. Los padres* seguían sin educar a los niños, pero ahora los niños sabían que eran intocables. Los profesores no podían gritarnos, insultarnos, faltarnos al respeto, castigarnos de cualquier manera o golpearnos; aquello llevó a una anarquía terrorífica. Bastaba que un profesor suspendiera a un alumno y lo castigara por cometer cualquier acto de gamberrismo inapropiado para que ese ojito derecho de su padre y de su madre se justificara en casa llorando porque el profesor le tenía manía. Y claro, los padres que no prestaban atención a sus hijos, para compensar los mimaban en exceso, se presentaban en el colegio en defensa del agraviado y se montaban los circos que se montaban. Los padres podían amenazar a los profesores con denunciarles y la situación era tan nueva, estaba todo tan sin hacer, que los profesores no podían hacer nada.

*Estamos hablando de padres de bajo nivel cultural y económico. Aprovecho para aclarar que es una generalización, evidentemente no todos los padres del mundo ni de aquella época cometían esos errores, había de todo, hay de todo y siempre lo habrá. La cuestión es que mi colegio no era un colegio privado para gente privilegiada sino un colegio público y de escasos recursos al que iban niños que ni querían ni sabían ni valoraban lo que era estudiar enviados por padres que sólo querían deshacerse de sus hijos o de la pesadilla de los servicios sociales y que consideraban que todo eso era una gilipollez. A menudo, estos padres fomentaban valores y culturas erráticas en sus hijos, los dejaban jugar hasta tarde, ver la televisión, pasar las horas alrededor de los bares, quedarse dormidos, si se ponían malos a la mínima los dejaban faltar y los elogiaban con todo tipo de caprichos y regalos para que tuvieran dinero. No voy a cuestionar ese tipo de educación, supongo que esos padres querían evitar que sus hijos sintieran la miseria que habían experimentado los padres en el pasado, pero sí considero que se equivocaron de técnica.

Hubo cientos de profesores que sufrieron amenazas de los críos y de los padres y cientos de profesores que acabaron dándose de baja por enfermedades serias como la depresión. Fue una época muy oscura para el magisterio infantil y también para las víctimas de los abusones.

A pesar de tener a mi pequeño grupo de amigas, las edades no coincidían, así que siempre estuve sola en mi curso. Indi iba un curso por debajo, Ana otro y Marion otro. Y Nando jugaba en otra liga, creo que en lugar de pasar a 7º de EGB, le pilló el cambio y entró  a 2º de ESO, o sea, que su curso fue el primero que hizo el cambio. Pero no sé cuántos cursos iba por delante. De modo que sus libros nunca me sirvieron. A mí me los compraban nuevos, yo se los pasaba a Indi y para cuando le tocaba a Ana habían cambiado las ediciones y Ana tenía que comprarlos nuevos, pero se los pasaba a Marion, que sí le servían. Eso era guay, porque aunque no nos dejaran subrayar los libros ni resolver los ejercicios, a veces nos dejábamos notitas y trucos de las unas a las otras. Creo que hasta les dejaba entre las páginas algún esquema o resumen en forma de mini chuleta de las que me hacía para estudiar. No sé si les llegarían.

Pero en mi curso estaba sola, con los chavales del barrio a los que me enfrentaba y les hacía la cruzada personal.

En todos los grupos hay un ser débil y vulnerable al que la masa se enfrenta sin piedad. Yo era la cebra albina, el león sin dientes, esas cosas, el bicho raro, la mutación genética. Mis compañeros eran todos del mismo barrio de toda la vida y se conocían desde siempre, habían crecido juntos y habían configurado sus normas y su jerarquía social. Los que no pertenecíamos al grupo debíamos adaptarnos o sufrir. A mí me tocó sufrir. Cuando sentía que tenían razón, se la daba, pero cuando sentía que intentaban obligarme a cosas que no me gustaban… Tan pequeña y tan rebelde, la de ostias que me llegué a comer.

**mi tutor de primaria siempre decía que hostia, con H, es sagrada… que ostias para no pecar si dece sin h. Así que por eso la escribo sin h y siempre la escribiré sin h.

El incidente ocurrido en el barrio se trasladó al colegio. Es verdad que en el barrio no se atrevían a tocarme, tenían miedo de que los sorprendieran y me defendieran los gitanos con los que salía. De modo que se desquitaban en el colegio, que se acabó convirtiendo en su lugar seguro. Allí los padres no miraban, los profesores estaban atados de pies y manos y la policía local no podía interceder sin la denuncia de un adulto y sin pruebas.

Lo que ocurrió fue que me fui acostumbrando. Para mí, el colegio era un trámite, como quien tiene la obligación de cumplir condena un tiempo determinado. Por lo que tenía entendido, la enseñanza obligatoria era obligatoria, pero no podían obligarte a estar allí para siempre. Sólo había que aprobar y salir. Ser menor de edad es lo que tiene, si eres como los demás niños vives tu infancia, si eres como yo, vives pensando en todo lo que te espera después. Y ese pensamiento nos ayudaba mucho. Siempre decíamos que daba igual porque, mientras que ellos sólo tenían la popularidad allí, nosotros (Ari, Indi, Calimera, J. C. Rojo y todos los demás) teníamos el resto del tiempo para encontrar nuestro lugar y nuestro momento. No viviríamos limitados a la adolescencia para siempre.

Así que, mientras encontraba la fórmula para tomarme aquello como un reto de entrenamiento personal para la vida exterior, en la calle iba desarrollando otras competencias. Con las Indianajinas y Nando aprendía historia, filosofía, juegos de rol, otras religiones y culturas y construía ideales que acabarían convirtiéndose en los pilares fundamentales de mi vida. Con los gitanos aprendí que sólo se pierde cuando una se rinde.

Es extraño, pero miro atrás y les recuerdo con muchísimo cariño. Sé que normalmente hay muchos prejuicios sobre ese tipo de gente y que se cuentan muchas historias y que están involucrados en muchas cosas y todo eso. No voy a hablar aquí sobre sus actividades, no voy a tratar el tema de qué prejuicios son o no son ciertos, no voy a hablar de ellos como una raza aparte ni voy a desprestigiarlos de ninguna manera. En lo que a mí respecta, son gente muy admirable, con unos principios y valores muy interesantes y de quienes deberíamos aprender mucho, no sólo juzgarlos, criticarlos o rechazarlos sólo por su estirpe. 

A diferencia de los payos, ellos nunca me trataron como a un ser inferior ni me discriminaron por mi sexo o mi edad. Es verdad que no era de raza gitana y que, posiblemente, si hubiera pertenecido a su raza me habrían aplicado otras normas. Pero no fue el caso. Me dijeron “ven, si quieres aprender” y me dieron la oportunidad de medirme y de ser una más. No me abrían las puertas al pasar, no me daban el trozo más dulce, no me cogían en brazos si me cansaba y tampoco tenían piedad si osaba jugar a lo mismo que ellos. Me daban la opción de escoger: “puedes jugar o puedes no hacerlo, pero si juegas y te haces daño, te haces daño como los demás, nadie tiene un trato especial”. 

No cometimos ningún delito juntos ni participé de actividades ilícitas con ellos o sus familias. No salía por la noche, no salía los fines de semana y no compartíamos colegio. Así que lo que hacíamos era jugar, correr, retarnos a ver quién era más fuerte, a ver quién subía más alto, a ver quién era más rápido, a ver quién llegaba más lejos. Me enseñaron a trepar, a vigilar, a esconderme, a observar a la gente que pasaba a nuestro alrededor, a distinguir a unas personas de otras. Tenían muchísima psicología.

Y a pelear. Pasábamos tardes enteras retándonos a golpes, como en el Club de la Lucha, sólo para aprender. Los más mayores enseñaban a los más pequeños. Nuestras normas estaban claras: ni golpes en la cara, ni moretones donde se vean, el primero que caiga al suelo pierde y si alguien dice basta, se acaba el juego. No se trataba de herirnos, ni de hacernos daño, sino de esquivar los golpes, encontrar puntos vulnerables y desarrollar aquella ventaja que nos permitiera salir airosos en cualquier situación.

Todas estas cosas las ponía en práctica en el colegio. Llegó un punto en el que cada vez que me tiraban con algo era capaz de devolverlo bateándolo con una carpeta y acertar en la cara de su dueño. O lo esquivaba dejando que el proyectil golpeara a otro detrás de mí. Los insultos, las mofas y las burlas dejaban de surtir efecto porque ya no me sentía débil ni vulnerable. Así que supongo que se frustraron. Jamás hablé en el colegio de lo que hacía por las tardes, no les dije con quién me juntaba ni a dónde iba. Y como sabía que eran del barrio, solía escabullirme buscando caminos alternativos para no ser vista, me divertía jugar a tener una doble vida, consideraba que al menos una de ellas no podrían quitármela nunca. Y puestos a elegir…

Un día, jugando en el patio del recreo en Educación Física, uno de mis compañeros me partió la cara con un balón de baloncesto. Así, sin más. Era del grupo de frustrados que se metían conmigo y me pilló desprevenida. Aquel día debía de estar enfadado por alguna cosa más que seguramente no tendría que ver conmigo, pero su forma de canalizarlo fue esa. Me llamó por mi nombre, giré la cara y me partió el labio con la pelota de baloncesto.

Los compañeros se burlaron de mí por torpe, según ellos, era una manazas y se me había caído la pelota y me había dado sola. Pero, joder, me había partido el labio y me sangraba. La cosa es que yo jugaba al baloncesto los fines de semana con mi padre y sabía que no era torpe. Así que cogí la pelota sin pensar y se la devolví con todas mis fuerzas. Sin avisar. Fue un acto reflejo. No le partí nada, pero del golpe le empezó a sangrar la nariz y el chaval rompió a llorar de la humillación. Y como no podía ser de otra manera, elegí mal el momento. Justo tuve que darle el balonazo sin pensar y sin mirar y me cazó el jefe de estudios.

Aquella bronca me la comí. Aunque me hubiera partido el labio, me había dado sin querer (los compañeros se pusieron de su parte y no había nadie que apoyara mi versión) y el director me había visto claramente lanzar el balón a propósito con toda la intención de darle (que la tenía y me dio igual) y eso no se hace. No se lo esperaban de alguien como yo, la violencia no es una solución, la próxima vez te ponemos un parte, vamos a decírselo a tu madre; y así fue cómo, sin quererlo, el jefe de estudios les dio a esos chavales las herramientas que necesitaban para venirse arriba.

Inciso aquí: ¿¿¿esto no os recuerda a un montón de intentos de denuncias frustradas?? ¿De verdad?

La creatividad de una panda de chicos frustrados puede no tener límites y si te cogen asco te lo cogen a morir. Me los encontraba por los pasillos en los ángulos muertos, en los horarios de cambio de guardia o en los baños durante las horas clave; tenía que calcular muy bien el tiempo para poder entrar y salir sin ser vista y debía procurar localizar las salidas en todo momento si quería huir de los ataques sana y salva. Si me cogían en el baño y me bloqueaban la puerta, estaba perdida. ¿Neo en la primera Matrix? A mi lado, un aficionado. Para cuando salió la película yo ya había aprendido de Waterworld a esconderme incluso en la sombra del mediodía.

Y a pesar de todo, en aquella época todavía no era capaz de defenderme a palos. Sólo me protegía. Mi idea era evitarlos o procurar sobrevivir sin que me hicieran daño. Me quejaba a los profesores, pero como no habían sido testigos siempre me decían que no podían hacer nada porque no sabían quién había empezado la pelea. Y cuando se me ocurría defenderme a empujones o tirarles las mochilas para huir, acabábamos en jefatura porque ellos se quejaban. 

“Es que si tú también respondes, no podemos hacer nada”, me decía el tío.

“¿Y tengo que dejar que me peguen? ¿Hasta cuándo?”, preguntaba frustrada.

“Es complicado, tú procura no contestarles y no les provoques cuando te insultan, a ver si algún día los cogemos in situ y podemos hacer algo. Pero sin pruebas mal vamos”.

Inciso aquí: ¿seguro que no os recuerda a nada?

Llegaron las pruebas.

La sexualidad adolescente se desarrolla de forma caótica, la revolución hormonal no es para nada ni la mitad de Disney de como la cuentan, pero es algo que sucede. Y si pasa en un colegio que ya de por sí es un caos, con las temperaturas que hay allí, las libertades que existían en aquel entonces y la falta de coherencia y de autoridad por parte del profesorado, tenemos todos los ingredientes para detonar la bomba atómica.

Así que los insultos pasaron a golpes y los golpes acabaron pasando a abuso sexual, infantil sí, pero abuso sexual. Y Alberto resultó ser un machista maltratador de los de libro, no quiero ni pensar qué cuadro tendría en su casa ese chaval. La cosa evolucionó a insultos sexuales, comentarios sobre mi cuerpo, sobre mi aspecto físico, sobre el hecho de que a mí no me había bajado la regla todavía y no se me podía considerar mujer (no repetí curso y cumplía en noviembre, así que era de las más pequeñas siempre, y maduré más tarde: mi primera regla me bajó en el instituto y para que conste, era algo que me daba igual y que no me quitaba el sueño). Y los golpes se convirtieron en enganchones para tocarme el culo, subirme la camiseta para que todo el mundo viera que no tenía tetas y cosas así.

Evidentemente, me defendía y me revolvía de aquellos ataques, porque ya me parecían el colmo de los colmos y recuerdo haberle dicho cosas como: “si tan fea soy por qué coño no me dejas en paz a ver si las guapas te hacen caso, payaso, que parece que estás enamorado de mí todo el día persiguiéndome”. Eso le frustraba más. Una vez me agarró tan fuerte, tan fuerte, tan fuerte, que me asustó. Grité porque me hacía daño, me retorcía el brazo derecho y me gritaba de todo, pero no le oía, sólo me dolía el brazo a morir. En medio de las voces, el caos, los compañeros animando la pela y demás, miré la escalera que bajaba al otro piso y no me lo pensé. Tiré y tiré con todas mis fuerzas, aunque estuviera a punto de dislocarme el hombro. Yo tiraba hacia la barandilla y él tiraba hacia sí para poder manipularme y golpearme. Llegué hasta la barandilla con mi mano libre y me agarré con todas mis fuerzas para arrastrarle hasta el borde de las escaleras.

“¡Suéltame!”, chillé con toda mi rabia, “¡O te juro que te tiro por las putas escaleras!”

No sé qué contestó porque ya estaba fuera de mí. Así que seguí tirando hasta la esquina y cuando ya tenía los dos talones en el aire puse un pie en la barandilla y lo miré con toda mi rabia. Acababa de darse cuenta de que había dejado que me retorciera el brazo del todo y que no sentía el dolor. Doblé la rodilla del pie que tenía apoyado y equilibré todo mi peso dispuesta a lanzarnos: o me soltaba o nos íbamos los dos rodando, me daba todo igual. Tuvo que soltarme. Nos miramos a los ojos. «No eres capaz». Fruncí el ceño con los ojos brillantes, decidida. Dudó. Entonces estiré la pierna de golpe para tirar con todo mi cuerpo dispuesta a soltar la otra mano. Se asustó, perdió el equilibrio y tuvo que soltarme para no caerse de boca contra mí. Yo tampoco salí rodando, me descolgué en las escaleras por el impulso y choqué con el brazo dolorido, pero estaba bien sujeta y pude ponerme en pie con facilidad, me sentía segura y llena de ira.

Alberto trastabilló hacia atrás y cayó de culo, me planté delante de él de un sólo salto. Ya no era yo. Tenía encogido el brazo lastimado y mis cosas estaban desparramadas por todas partes. Di un paso adelante, furiosa. No sabía qué quería, no tenía un plan, sólo tenía un montón de ira contenida que no sabía cómo encauzar y ninguna posible salida. Pero los chicos agarraron al agresor y salieron todos corriendo. Entonces fue que caí de rodillas, me sujeté el brazo dolorido y me eché a llorar para desahogar toda la rabia.

Al segundo día se me deshinchó el brazo. Por suerte no me lo había dislocado ni nada parecido, pero me dolía un horror para escribir y para todo. Llevaba mangas largas casi en verano para que nadie pudiera verlo. Cuando bajó toda la inflamación observé un hecho curioso: allí, en mi piel, tenía las cinco huellas dactilares perfectas de Alberto. Llegó a agarrarme tan fuerte que me las dejó en forma de moretones que podían verse sin lugar a dudas. El problema es que en aquella época no existían los teléfonos móviles para hacerles una fotografía. Pero para mí eran una prueba: eran sus putas huellas, sólo había que cotejarlas, ¿no?

Pues no. Por lo visto, para el director del centro, aquello no significaba nada. Podía ser cualquier cosa y tampoco sabían qué había pasado exactamente. Sólo sabían que nos habíamos peleado y si Alberto tenía a su club de amigos a mí me habían pillado sola y no tenía a nadie que corroborase mi versión. Y, lamentablemente, las pocas personas que podían decir algo tenían demasiado miedo de lo que esos chicos pudieran hacerles si abrían la boca por mí. Así que aquella vez, también me la comí.

Los gitanos, me dijeron algo interesante al respecto: 

“Es que te dejas… y te defiendes tarde, paya”

“Porque yo no me meto con ellos, ¿es que no pueden dejarme en paz?”

“No los dejes. Te pegan porque los dejas, lo que tienes que hacer es no dejarte, ni la primera”.

Me costó, pero aprendí la lección, os la cuento la semana que viene en la segunda parte

.

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