Perdiendo a los 38

Haciendo un review de la famosa e increíble Sexo en Nueva York, serie que inspiró en mi mente la idea de escribir mis pensamientos y teorías en un blog como este, me ha vuelto la inspiración original del principio de los tiempos: la Antropología Social.

En todos los años que llevo aquí he observado muchas y variadas conductas, pero entre todas, destaca un patrón: el miedo a perder.

La mayoría de la gente que me rodea tiene mi edad o es mucho más mayor. Yo tengo 36 y la gente que me rodea está en una franja entre mis 36 y los 80. La gente jubilada puede descartarse para este artículo, aunque, honestamente, me he dado cuenta de que se dividen en dos: jubilados felices y amables que agradecen y sonríen y jubilados amargados y antipáticos a los que nunca terminaré de entender.

De los demás, me quedan los que pasan de todo y viven su vida (como yo) y un 90% de personas frustradas que no son capaces de encontrar salida a sus problemas porque no se ponen a trabajar en ellos y prefieren invertir tiempo y energía en ser crueles, prepotentes y déspotas para lamentarse de sus penas y autovictimización en la barra de un bar.

Antes me preguntaba por qué la gente tiene tanta mala baba, pero ayer tuve una conversación muy interesante en la que una persona que se ha pasado la vida criticándome, mirándome por encima del hombro e incluso amenazándome para salirse con la suya se encontró con impotencia que ninguna de sus tácticas van a funcionar para conseguir sus objetivos.

Eso me hizo pensar. Ella dijo, expresamente: «tengo 38 años y voy perdiendo». En aquel momento la frase reconozco que me supo a gloria porque la identifiqué en seguida con todas las personas que llevan todo un año fastidiándome y haciendo lo imposible por empujarme hacia la rendición sin conseguirlo.

Pero, de repente, me di cuenta: no han perdido nunca. Al menos, no aquí, porque en sus vidas fuera del pueblo ya han perdido y lo único que les quedaba era un prestigio falso basado en frágiles apariencias centralizado en el círculo sectario de los confines de un micro cosmos social de las fiestas de Agosto donde a los extraños se nos trata con hostilidad (nos temen). Cuando éramos unos crios alguien dijo alguna vez que aquí, en el pueblo, podían tener una vida diferente a la que tenían en los lugares donde vivían normalmente, aquí no se sentían pardillos ni inferiores, sino que tenían nombres y reconocimiento en base a la liberación a través de la cual ejercían un tipo de personalidad que en su vida normal no podían tener.

¿Es que a caso todos éramos frikis y marginales en nuestros institutos y todos lo mantenían oculto comportándose como abusones en el pueblo para desquitarse de su martirio? Debe de ser muy triste pensar así cuando estás llegando a los 40 o cuando ya los has pasado. Debe ser espantoso perder tu posición social en un instituto invisible y virtual creado por normas ridículas de frikis sufridos que no han aprendido a ser adultos. Yo fui una friki marginal, pero logré romper el patrón en mi propio instituto tomando la determinación de no permitir que nadie abusara más de mí y ayudé a más gente a superar eso.

Lo curioso de esta persona, al igual que el resto, es que ni siquiera era consciente de que formó parte del infierno del verano pasado y de este invierno: insultos, injurias, calumnias, amenazas… ella quería que comprendiera su frustración ante la idea de perder el control sobre unos dominios que no posee y sobre los que no tiene autoridad. Pero ni siquiera fue capaz de disculparse, siquiera aludir, a lo que yo misma he vivido.

Quería que sintiera empatía por ella, que la comprendiera, que entendiera su impotencia, quería ser la víctima de su propia mala gestión de recursos generada por la idea de que creerse por encima del resto es suficiente para que todo el mundo te dé lo que tú quieres.

No discutí con ella, obviamente, cuatro gramos de tranquimazin al día mantienen mi sistema nervioso muy estable. Sólo podía pensar: bienvenida al mundo de los adultos. Y lo que pienso ahora es: ¿acaso nadie sabe que la vida consiste en eso y que no se puede tener todo al mismo tiempo?

Si ella llora sólo porque tiene un contrato de alquiler y ambos propietarios estamos de acuerdo en no estar de acuerdo con ella, ¿cómo es posible que nadie se haya parado a pensar en cómo me he sentido yo todo este tiempo desde que me quemaron los coches, me quedé sola, sin dinero, ocultaron mi denuncia de violencia de género, me acosaron, me injuriaron y pretendieron echarme de mi propia casa y quitarme a mis perros?

No me da ninguna pena que ella no pueda salirse con la suya como una niña consentida acostumbrada a tener siempre lo que quiere cogiéndose una pataleta y ya. Me da pena que nunca haya tenido que esforzarse por conseguir algo, que haya crecido pensando que todo es suyo y se lo merece sin más sólo porque es su destino. Es una auténtica lástima que la mayor parte de la gente que me rodea en esta pequeña burbuja llamada pueblo sea gente frustrada precísamente porque nadie les ha enseñado jamás lo que cuestan las cosas. Nunca han tenido que pelear por nada porque siempre han tenido a alguien para darles lo que les falta.