El peor momento
Estaba pasando, iba a pasar. Todos estos años, todo este tiempo… y parecía que por fin llegaba el momento. Sólo faltaba un poco más, ese poco que es el poco más duro, la etapa final.
¿Cuántos años llevaba ya en aquella isla? No lo recordaba. En algún lugar estaba el registro de los días. Pero no era exacto, cómo iba a serlo. Entre todas las muescas que parecían narrar el paso del tiempo faltaban por contar los vacíos: los primeros días que pasó inconsciente en la playa desde que la escupiera el mar hasta que recobrara la consciencia, los días que tardó en recobrar el ánimo para empezar a buscar la forma de sobrevivir, los días perdidos en medio de la oscuridad de mil tormentas, los días que se evaporaron cuando descubrió aquel cactus que la hacía viajar en el tiempo y en el espacio, los días que lloró, los que se cayó y necesitó reposo para soldar sus huesos… faltaban muchas muescas. Y aún así el árbol muerto con su tronco gigantesco aparecía ante sus ojos repleto de marcas que hablaban de años, tal vez más de una década.
Repasaba mentalmente las tareas y contabilizaba todos los pasos a mismo tiempo. Allí estaba la cabaña que había construido como refugio. Obviamente, ni era la primera ni había sido así desde siempre. Aprovechaba una cueva, una pequeña gruta ascendente que desembocaba en algo así como una sala lo suficientemente alta como para protegerse de la humedad de la lluvia los primeros días. Ahora servía de almacén. Construyó la cabaña de madera con ramas secas tres o cuatro veces… pero tras el tercer incendio acabó levantando una tabicada de piedras con vigas de madera. Toda alrededor de un gran árbol con ramas gruesas sobre el que había construido un dormitorio con vistas. Desde allí podía verlo casi todo.
Aprendió a cazar, a cocinar, a comer… perdió la cuenta de las veces que se había intoxicado probando las diferentes plantas que encontraba por la isla: raíces, hojas, tallos, frutas… ahora tenía un conocimiento enorme sobre las propiedades de cada cosas y sus utilidades. Tenía muchas almacenadas en diferentes recipientes que también aprendió a fabricar con diferentes técnicas, a cuál más disparatada. Se veía a sí misma a veces como se vio la humanidad en los primeros siglos.
Un día simplemente se había dado cuenta de que no podía quedarse allí para siempre. No había fórmula para crecer ni para sobrevivir ni para proteger y mantener el ecosistema. Cultivaba cosas y en cierto modo convivía con los animales salvajes como si estuvieran domesticados, pero no era suficiente. No le quedaba imaginación para crear cosas que pudieran sobrevivirla para la posteridad. Allí ya había hecho y desarrollado todo lo que podía hacerse y desarrollarse. Había aprendido, había evolucionado. Allí, a fin de cuentas, se encontraba mirando hacia atrás, asumiendo, amando y superando un pasado del que creía que no podría librarse jamás. Ahora comprendía que su pasado la había convertido en lo que es y era lo que la transportó hasta aquel lugar inhóspito, un lugar en el que sólo ella enfrentándose contra sus propios fantasmas, sus propios miedos, sus propias inseguridades podría vencer o morir, podría superarse, hacerse a sí misma, valorarse… o simplemente rendirse y desaparecer olvidada para siempre.
Nacemos solos, crecemos solos, vivimos solos y morimos solos.
Solos no, se dijo a sí misma, con nosotros mismos.
Finalmente, después de curar sus heridas físicas, recuperar la salud, descubrir el mundo a su alrededor y aprender a convivir con su entorno, se daba cuenta de que por fin sanaban sus heridas emocionales, internas. Se encontraba más fuerte que nunca. Se encontraba segura, capaz, decidida… ¿qué otra posible catástrofe podría ser peor de todas cuantas llevaba superadas? Muerte, dolor, traición, sangre, hambre, enfermedades… ya no lo quedaba nada por ver. Más bien, ahora lo que le quedaba por ver era el lado bueno de las cosas porque las malas ya las conocía todas.
¿Cuántos intentos fueron? Tampoco lo ponía en el árbol seco de las muescas, el Árbol del Tiempo. Balsas, canoas, barcazas… una vez, probando la flotabilidad de la madera en el lago del centro de la isla casi se ahoga, se hundió la balsa y su pie quedó atrapado entre los maderos sujetos con cuerdas que se hinchaban en el agua. Lo que le costó salir de ahí. Espera, ahora que lo pensaba ¿estuvo inconsciente un par de horas o fueron días? Pero no se rindió. Nunca supo construir barcos, nunca supo nada sobre navegar o sobre orientación en el mar. Pero eso no la desanimó y no le preocupó. Tenía toda su vida por delante para aprender. Así, sin conocimientos, sin libros, total, de algún modo tuvo el ser humano que aprender cuando todo eso no existía.
No estaba segura de cuántos años había tardado, probablemente más de la mitad de su vida en aquella isla desierta y abandonada, no podía saberlo. Allí el tiempo no importaba. Pero lo logró. Tras repasar mentalmente todas las tareas de su lista y comprobar que todas estaban hechas, subió a bordo de su nave y contabilizó los útiles y las provisiones que guardaba en la bodega.
Resistirá, se decía sí misma y sabía que lo haría porque lo había probado antes de atreverse a navegar. Ya había dado un par de vueltas con aquel cascarón de nuez alrededor de su isla, lo había escollado como seis o siete veces aprendiendo a navegar con él. Y resistía. Corrigió todos sus errores, todos los que pudo, todos los que creyó que tendría. Lo pensó todo: comida, agua dulce, útiles de pescar, entrar en calor, reparaciones, redes… todo lo que se le ocurrió. Y durante años llenó aquel barco, igual que el almacén de su cueva de un montón de «y si»s y «por si acaso»s que debían ayudarla a salvar cualquier posibilidad.
Todo estaba listo, todo estaba en su sitio. Todo podía funcionar. Ahora sólo faltaba lo peor. Tenía que esperar al momento adecuado. Tenía que aguantar los últimos días, tenía que tener paciencia. Porque el peor momento no es cuando crees morir, ni cuando te recuperas, ni cuando aprender a hacer todo lo que necesitas hacer para sobrevivir. El peor momento de todos es cuando ya lo tienes todo y lo único que te falta es esperar a que llegue el momento exacto. Esa paciencia antes de llegar a la meta es la que a menudo hace que las almas desesperen porque ¿cuánto más hay que esperar?
Era su última batalla: la desesperanza. Y allí estaba, mirando al mar y mirando al cielo. Siendo paciente. Esperando a que cambiara la marea, esperando a que soplara el viento. No importaba la dirección, lo que importaba era que fuera viento suficiente para hinchar sus velas y mover su barco… ¿hacía dónde? Hacia cualquier lugar,, siguiendo el rumbo de las estrellas y del sol en busca de un nuevo futuro.
Sobreviviría a los días que faltaban. Dentro de sí tenía aquella frase que recordaba desde su niñez, aquella frase que decía: la noche es mucho más oscura justo antes del amanecer. Y mientras esos días se volvían más y más oscuros, mientras la impaciencia y la desazón carcomían su alma, ella miraba al horizonte y luchaba paciente contra el fuego de su interior porque sabía que pronto, muy pronto, vería en medio de la oscuridad los primeros rayos de un nuevo sol.
Lo que dice la gente: