Anónima, Geek… bruja, guerrera, libre, liberada. Esta es la historia ficticia de mi particular guerra real.
Me he pasado 36 horas sin dormir y he estado al borde de un brote psicótico. Pero me ha servido… y 15 horas después de dormir para recuperar el sueño perdido y volver a estabilizar mi fantástico trastorno límite de personalidad (y sí, me siento orgullosa de tener este magnífico trastorno) me he dado cuenta de lo mágico que es mi potente cerebro.
Bueeeeno, estamos en agosto, el mes en el que todos los gilipollas del mundo salen a la calle a intoxicarse como locos con una gran falta de descontrol, autoestima, amor propio y respeto por las cosas. Así que tengo todo mi barrio lleno de cretinos berreando a todas horas: los mayores en el parque, los niños chillando salvajes sin control, los mayores a voces contentos de verse, los adolescentes en la edad del pavo sin objetivos ni ambición más allá de desinhibir una absoluta falta de valores que les hace convivir con un gran vacío existencial que ahogan en alcohol y otras sustancias para sentirse un poco más vivos y tener una excusa para poder creer que no se pierden cosas, los de mi edad viviendo el momento como si volvieran a los 17 para olvidarse de la mierda de vida que tienen unos sin trabajo y otros en trabajos de mierda que no les gustan ni les permiten sentirse realizados… y mis extraordinarios vecinos diseñados única y exclusivamente para venir a pasar el fin de semana como si los que estuviéramos aquí todo el año no mereciéramos el más mínimo respeto.
Es un pensamiento frecuente, ese de tener unas vacaciones y acudir a un lugar como la sierra o la playa a meterte en un pequeño pueblo en el que parece que sólo se vive el mes en el que viene todo el mundo de vacaciones y comportarse como si nada de lo que hay aquí el resto del año existiera. La gente viene aquí a desfasar y destroza el mobiliario urbano, obstaculizan las entradas y salidas de los coches de los residentes, hacen ruido hasta la saciedad como si nosotros no necesitáramos dormir, llenan nuestras calles de basura y nos miran por encima del hombro porque traen su dinero y piensan que es de lo que vivimos, de lo que comemos y que sólo por ello debemos soportar que nos maltraten cívicamente porque, ¿qué haríamos sin ellos? Nos exigen, se quejan, les molestamos… y por alguna extraña razón creen que deberíamos cambiar nuestras conductas, esconder a nuestros perros y modificar nuestra estética para que esos visitantes desagradecidos y maleducados puedan estar a gusto 15 días.
Pero está pasando algo. Está ocurriendo algo maravilloso a cuenta de toda la mierda que estamos pasando este año.
Debido a la pandemia del COVID-19 aquí en mi pueblo hemos descubierto que aislados del mundo somos felices. Hemos aprendido a sobrevivir, autoabastecernos y colaborar y hemos construido una red indiferente al exterior que no puede afectarse y hemos aprendido a compartir y combinar nuestras diferentes habilidades para sostener nuestro pequeño sistema de forma sólida. Antes de la pandemia, cuando llegaba el verano agachábamos las orejas y aguantábamos el chaparrón porque por alguna extraña razón habíamos permitido que nos convencieran que eran necesarios para nuestra supervivencia.
El verano pasado, de hecho, me lo pasé muy jodida entre tres trabajos y mis proyectos personales particulares, intentando satisfacer a todo el mundo y complacer a todo el mundo para no perder clientes. Y, finalmente, se acabó.
Ahora que hemos aprendido a convivir y a no necesitar nada de los demás, ha ocurrido el mágico milagro en el que esas personas con dinero que vienen a mirarnos por encima del hombro se han llevado un chasco. En el pueblo no se los quiere… se les desprecia, vienen aquí a poner en peligro a los habitantes del exterior… y no solo eso, sino que resulta que las medidas de seguridad impuestas a causa del COVID sólo son respetadas por los habitantes del pueblo (una población en su 90% de riesgo). Los ancianos de mi pueblo están enfadados porque no pueden disfrutar el parque, los dueños de los bares y de los negocios están enfadados porque los visitantes les ponen en peligro saltándose las normas… y así con todo.
Y es que, como aquí no hubo virus, la gente piensa que no van a contagiarse y a partir de la segunda cerveza pierden los papeles… vienen de Salamanca, una ciudad en la que los rebrotes están siendo una locura de pasada, y vienen sin mascarillas, sin gel hidroalcohólico, sin desinfectarse, porque aquí no se van a contagiar. Y se enfadan porque la gente del pueblo no quiere relacionarse y mantiene las distancias. Lo que no entienden es que no se trata de que aquí no haya virus, se trata de aquí van a meterlo. La gente no se da cuenta de que el problema es que la gente de mi pueblo cree y sabe que si nos traen el virus nos confinarán y nos quedaremos encerrados aquí hasta que pase el brote y la única manera que tendríamos de sobrevivir económicamente es precisamente esa: entre nosotros, manteniendonos a salvo y alejándonos de los posibles portadores descuidados.
La reina de la sierra ha cerrado su puerta a mucho público que pensaba que su dinero era esencial para mantener mis finanzas… y a pesar de que muchos niñatos engreídos han pensado que mi reinado acabaría ahí, todo lo contrario, mi reinado se ha fortalecido. Mis proveedores están contentos y se preocupan de llamarme y de preguntar qué tal ando cuando tardo un poco en aparecer porque saben que funciono. Las cuotas salen indistintamente de lo que cueste el producto base. Y mis clientes están seguros y contentos y no me abandonan porque saben que conmigo están a salvo, les cuido, les protejo y siempre los atiendo como si fueran mis hermanos… y me respetan, cuidan y protegen a cambio. Tenemos un vínculo y una sociedad cerrada.
La magia ha sucedido. En el momento en que les enseñé a respetarme sin necesidad de venganza, de rencor, de violencia o mala praxis, la gente se ha dado cuenta de que si una cría sin familia ni amigos ha sido capaz por sí misma de pasar de ser una mosquita muerta que no era nadie a convertirse en un fuerte pilar, en un referente para la sociedad, ¿por qué no iba un pequeño pueblo de personas olvidadas y abandonadas a conseguir lo mismo respecto a los despreciables visitantes del exterior? Deben aprender a respetarnos y ahora todas esas personas con las que trabajo que se creían nadie, pequeños respecto al mundo capitalista, están desarrollando su fuerza interior, están aprendiendo a valorarse y a hacerse valorar. Tengo la sensación de que en algún momento si no ganamos la batalla, al menos habremos conseguido provocar la guerra, una guerra social y psicológica por el derecho a ocupar nuestro propio espacio y a ser tenidos en cuenta.
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