Luz de luna

El Universo tiene una forma extraña de darte lo que necesitas en cada momento. El Rayo de Luna de Gustavo Adolfo Bécquer fue el relato que le mandé al Brujo del Páramo en la entrada con la que cerré el final del primer libro, la entrada que cerraba un ciclo y daba comienzo a una nueva vida. Pienso en todo lo que ha pasado desde entonces hasta ahora y una sonrisa irónica se me escapa entre los labios. La luz de la Luna parece ser que se renueva y cada vez que lo hace es una luna nueva.

A pesar de haber entendido y comprendido el significado de todo lo ocurrido, de asumirlo, de asimilarlo, de ser plenamente consciente de lo sucedido… es verdad que no deja de ser una historia triste. Reconozco que a mí también me abocó al fin. No lo superaba. Escribí que sí, pero la realidad es que no, y la situación a mi alrededor no me ayudaba nada en absoluto a curar la herida que había dejado el conocimiento de su ausencia finita en el centro de mi alma.

Pasó lo que tenía que pasar. La gente es cruel, tremendamente cruel, y a nadie le gustan las brujas ni los intrusos ni las personas extranjeras. Cuando el Brujo del Páramo formaba parte de mi vida, era su idea lo que me mantenía en pie. La lucha constante, en su nombre, en pos de su sueño, me dio mucho aprendizaje, pero yo no era consciente ni lo valoraba. Y, a pesar de saber que ahora tenía que brillar, me costaba invocar mi magia sin el apoyo de la otra mitad de mí.

Ese fue mi error. Me sentía vulnerable, incompleta, y los demonios del mundo percibieron mi vulnerabilidad y comenzaron a sentirse valientes. Ataques… al principio eran como un goteo, uno, otro, otro más; luego empezaron a agruparse. A medida que el veneno de los demonios, la saña y la inquina creían, mis fuerzas se agotaban, mi seguridad menguaba y no tenía a nadie a quién recurrir.

Y así pasó que perdí la noción del tiempo y perdí el sentido absoluto de la lucha, de la guerra. Perdí los valores, la ilusión, llegó la decepción. Me vine abajo y los demonios perversos aprovecharon el momento para prender fuego a todo mi reino. Destruyeron todo lo que había construido con tanto esfuerzo y sacrificio, todo lo que había levantado sólo con el sudor de mi frente y de mi espalda, luchando contra todas las adversidades y enemigos posibles, piedra por piedra hasta alcanzar lo que nadie nunca fue capaz de lograr. Todo se vino abajo en cuestión de un par de horas con un bidón de diesel, un bote de disolvente y un mechero barato de bar.

Qué poco trabajo cuesta hacer desaparecer el sacrificio de los demás. ¿Por qué? Nadie lo sabía.

Las milicias investigaron sin mucho interés y no hubo respuestas. El Imperio se lavaba las manos. Al principio, los reinos vecinos escribieron y mandaron emisarios para mostrar su apoyo a la Bruja del Bosque que tanto les había dado a lo largo y ancho de todos estos años. Pero, en algún momento, en mitad de la guerra, algo pasó. Algo misterioso, algo siniestro y oscuro, algo raro. De repente, sin saber por qué, se hizo el silencio.

La guerra… Guerra, guerra, guerra y más guerra. Hasta que dejó de importar. Dejó de importar porque el mundo se volvió confuso. Nadie recordaba quiénes eran los buenos ni quiénes eran los malos, nadie sabía en qué bando estaba nadie y, de alguna manera, todos estábamos en el mismo bando: el de aquellos que sólo intentaban sobrevivir, pero no sabíamos exactamente con qué propósito.

Es fácil perder la esperanza cuando no tienes un objetivo. El Brujo se había ido para siempre, mi reino había sido destruido y las personas y valores en los que había confiado siempre se habían derrumbado de golpe. Las personas que yo conocía y en las que yo creía ya no existían, habían sido consumidas por el veneno demoníaco y ya no eran esas personas, sino que debajo de su apariencia estaban gobernadas por una maldad inusual que no distinguía razones ni argumentos.

No se puede luchar contra la desesperación, el desamparo, la desolación. Sólo lo sientes, hasta que aprendes a vivir con ello o sucumbes a ello.

Así fue como acabé dejando que mis heridas fueran demasiado grandes. Así fue como acabé en aquella cabaña escondida en el bosque. Así fue cómo aprendí a conocer una faceta mía que ya no recordaba que tenía.

Una piel de oso, el chisporroteo del fuego, el viento meciendo las ramas del bosque junto a las ventanas. Al principio fue un calor suave que cubría el frío gélido de mi piel. Un calor paciente y templado que me arropó amoroso hasta que recuperé el sentido. Pero aunque mi cuerpo estaba presente, mi mente estaba escondida en otro mundo, perdida en los recuerdos del pasado sin superar. No me lo planteaba, no lo pensaba. Sólo sentía.

No lo sé. Su voz, sus palabras, su cariño, su paciencia… eran las únicas cosas que percibía. El mundo material y tangible había desaparecido a mi alrededor, ni lo contemplaba ni me importaba ni lo quería ver. Para mí no era más que odio, caos y destrucción. Todo era gris y negro. Pero él no. En aquel momento, si me hubieran preguntado no habría sabido responder qué aspecto tenía, de qué color eran sus ojos, si era alto o bajo. Sólo empecé a tener una única cosa clara con respecto a aquel ser tan peculiar: él es el arco-iris, algo bello y hermoso que todo el mundo quiere poseer, pero cuya belleza radica, precisamente, en que aparece cuando menos te lo esperas, te ilumina el corazón y desaparece sin que te des cuenta. Aquella criatura era algo nuevo, diferente, algo que insuflaba de alguna manera una chispa en mi interior que me iba reviviendo.

Encendió mi pasión, encendió mis ganas de vivir, encendió algo que ya no recordaba que guardaba atrapado y enjaulado. A medida que fue pasando el tiempo, me enseñó a mirar en mi interior. Me enseñó algo que no recordaba, pero que siempre estuvo ahí. A través de sus ojos brillantes acabé encontrándome a mí misma. Si el Brujo del Páramo es mi alma gemela y un faro en mi vida, aquel extraño ser es un espejo en el que pude contemplarme como nunca me había visto. Entonces ocurrió. Lo que estaba encadenado dentro de mí se soltó, la jaula se rompió, mi crisálida se hizo añicos… y volví a nacer con alas nuevas.

En aquel momento lo supe. Volví al mundo y pude verle. Su piel suave, lisa y morena; su cuerpo esculpido y cincelado como una escultura griega clásica, sus ojos brillantes, sus dientes perfectos, su mandíbula afilada. Nunca le había visto de esa manera.

Mi cuerpo y el suyo fundidos, entregados a la vida, al universo, a la magia de la noche. El plenilunio iluminando su silueta. ¿Cuándo se habían convertido nuestros cuerpos en uno solo? No era consciente. ¿Cuánto tiempo había pasado? No me importaba. Sólo sabía que tenía hambre, un hambre voraz, genuina. Su aliento reavivaba el mío, su energía alimentaba la mía, su fuerza era mi fuerza. Y me liberé. En medio de toda esa vorágine volví a sentirme yo misma. Se abrió el canal, el poder que albergaba en las profundidades del abismo de mi alma oscura y perdida brotó a bocajarro, el cielo se abrió y la energía del universo me inundó.

Mil orgasmos resbalaron todos a la vez por mi columna vertebral conectándome al mundo con una fuerza nueva. Mi mente se expandió. Mi alma se hizo infinita. Podía sentirlo, verlo y oírlo todo: cada átomo, cada molécula, cada partícula que forma el mundo, los mundos, el multiverso. El tiempo se rompió, pasado, presente y futuro se hicieron uno solo, se mezclaron, se desvanecieron. Mis ojos se abrieron de par en par y de mi garganta brotó desgarrando el dolor un grito animal despertando aquello que estaba dormido. La vorágine me llenó de una fuerza sobrehumana, una fuerza que no era física, sino que nacía de todas las heridas del pasado, del fuego, de cada obstáculo superado que hacía décadas que no recordaba. Recuperé el control.

Cuando todo se calmó, temblaba de placer y felicidad. Me sentía plena. Por primera vez, era consciente de mí misma, de mi cuerpo, de mi poder, de mi conocimiento, de mi sabiduría, de mi conexión, de todo. Sus manos seguían aferradas a mi cintura, mis alas abiertas de par en par, el sudor se escurriá por mi cuerpo empapando el suyo. El sonido de su risa invadió mis oídos y me hizo reír. Escuché el sonido cristalino de mi risa, ¿cuánto tiempo hacía que no oía algo así? Me pareció tan maravilloso que reí con más ganas. Entonces le miré.

Me di cuenta en ese momento del amor que despierta en mí. De repente sólo tenía ganas de cuidarle y protegerle como él cuida de mí y me protege. Pero no como a una parte de mí, no como a un hermano o como al Brujo del Páramo. No es lo mismo, es completamente diferente. La luz de la luna llena entraba por su ventana abierta de par en par, el viento fresco de verano acariciaba nuestra piel caliente produciéndonos escalofríos de placer. Lo miré como se mira a algo que no se ha visto nunca, algo que no tiene nombre, algo que es perfecto en sí mismo.

«Eres la criatura más hermosa que he visto jamás», susurré deslizando los dedos por su mandíbula y su garganta y devorando su boca perfecta. Voy a amarte como nadie te ha amado nunca, pensé, voy a amarte como se ama de verdad, voy a amarte para que seas libre y perfecto. Porque su amor me ha hecho libre y perfecta.

Aún no sé qué nombre ponerle. Sólo sé que tiene un poder especial. Él es un catalizador, un canal que puede mostrarte los caminos ocultos en tu interior, un protector y un curandero. Yo soy la llave que abre las puertas, la guionista que decide el futuro. Sé que juntos podemos alcanzar cualquier cosa. Si Efraín me enseñó a tener magia, esta criatura hermosa bañada de luna me enseña a encontrar las cerraduras que enjaulan mi poder.

«Me has liberado», le dije. Él sonrió, me empujó suavemente y nuestros cuerpos volvieron a mecerse juntos.

«Te has liberado tú sola, preciosa, yo sólo te he mostrado lo que tú ya tenías».

No sé cuántas veces hicimos el amor ni podría describir todas las maneras… ni siquiera sabía que se podía hacer tanto en tan poco tiempo.

Esta mañana, me devolvió a mi fortaleza. Por el camino, me di cuenta de que sí que hubo una vez que me sentí así. Cuando tenía 16. En aquella época era plenamente consciente de que no soy como los demás, sabía con total certeza que era de otra especie diferente mucho más poderosa. Sólo era una adolescente y ya sentía con claridad meridiana que podía comerme el mundo. Han pasado casi 20 años y desde entonces he vivido tantas vidas que parece que aquello fue hace un siglo.

El Brujo del Páramo tenía que irse para que volviera a encontrarme conmigo misma. Hoy he vuelto a sentirme como aquella cría convencida de su poder. Lo he visto claro: ya sé cómo ganar esta guerra.