Anonima Geek

Anónima, Geek… bruja, guerrera, libre, liberada. Esta es la historia ficticia de mi particular guerra real.

Nostalgia de ti, fin.

¿Cómo se desprende una de su alma gemela? ¿Cómo olvidar al amor de tu vida? No se puede. Un alma gemela es tu otra mitad, una parte de ti desde el principio de los tiempos hasta el final, vida tras vida, era tras era. Un alma gemela forma parte de ti siempre, pase lo que pase. El destino te une y te separa en función de la lección de vida que tienes que aprender, y siempre supe que en esta vida no nos toca un final romántico de película Disney. Quizá cuando nos jubilemos y hayamos vivido todo lo que hay que vivir.

Efraín siempre fue mis alas. Cuando aún no le había conocido, soñaba con él y sabía que algún día nos encontraríamos. Daba igual lo que ocurriera a mi alrededor, daba igual todo lo que tuviera que aguantar en el colegio, en casa; me daban igual los malos tratos, me daba igual el bulling, me daban igual las peleas en la calle. Todas las noches me sumergía feliz en la cama y soñaba. Y todas las mañanas me despertaba sabiendo que algún día esa persona aparecería en mi camino. Era mi motivo para vivir, para no rendirme, para luchar. Era el sueño de una chiquilla que sufría y necesitaba aferrarse a algo, era mi esperanza, mi ilusión. De alguna manera, siempre estuve convencida de que el mundo guardaba algo grande para mí. Nunca me sentía sola. Podía escuchar sus latidos, su voz, podía mirarle a los ojos, aunque no supiera quién o qué era. No era más que un sueño.

Y mi sueño se hizo realidad. Nos conocimos. Fue un flash, un cataclisma, una grieta en el espacio y el tiempo, una revolución mística. Supe que era él y también supe que él lo sabía. Entonces empecé a escribir todas estas historias y alguna más que tengo guardada en varios cuadernos. Efraín siempre ha sido mi amor, la otra mitad de mí. Ambos sabíamos que nuestros caminos eran diferentes, teníamos claro que viviríamos vidas diferentes. Pero no importaba. Nunca sufrimos la distancia ni el tiempo, nunca tuvimos celos ni inseguridad, nunca nos planteamos la necesidad de estar juntos. Lo estábamos. A través del tiempo y de la distancia conectamos y siempre estuvimos el uno para el otro al otro lado del teléfono, del ordenador. Nos sentíamos y nos pensábamos y nos completábamos. Y eso era suficiente, porque nunca estábamos del todo solos.

Nunca sentí miedo de perderle, ni de que nuestra relación (que no era una relación, pero sí que lo era) se rompiera. Vivía alimentada por el fuego del amor que late en mi interior, alentada por unas alas invisibles que en vez de esclavizarme al ritmo de otra persona me animaban a vivir y a crecer y a experimentar. Un amor que me consolaba cuando sufría, me animaba cuando me daba un bajón y celebraba mis éxitos. Un amor que compartíamos con una complicidad que nunca tendremos con nadie más.

Era mi motor, mi brújula, mi condicionante. Durante mucho tiempo me ha servido para mantenerme en pie, tenía un motivo por el que sobrevivir y luchar: volver a vernos. Siempre volveríamos a vernos. Hasta que dejamos de vernos, de hablarnos, de escribirnos.

Reconozco que su ausencia me ha machacado. Estaba tan colmada de su esencia que no quise ver que el momento en que nuestros caminos se separan estaba cerca. Me pilló todo desprevenida y por sorpresa. No quería verlo. Dependí durante tanto tiempo de esa fuerza, de su presencia, de su ser, que cuando llegó el momento de volar sola me hundí. Es verdad que yo nunca habría desaparecido tan bruscamente como hizo él. Sé que no puedo ni quiero justificarle. Pero no puedo odiarle, ni guardo rencor.

Este tiempo sin él me ha hecho ver que necesitaba desprenderme de su perfume para poder percibir mi propio aroma. Mis planes de futuro, mis ideas, mis objetivos… había perdido mi camino y sólo podía pensar en el final del trayecto. No me daba cuenta de lo lejos que está aún esa meta ni de todo lo que tengo que vivir primero. Me estaba perdiendo mi propia vida.

No tengo una idea clara sobre cómo interpretar las cosas. Tengo sentimientos extraños, confusos, sentimientos que no había tenido nunca. Ya en Nochevieja, cuando nos vimos en persona por última vez, tuve una fuerte sensación de despedida. No sé. Aquella ocasión me pareció tan significativa. La disfruté con la clarísima idea en mi mente de que no volvería a verle. Sé que no fue eso lo que escribí en aquel momento, me mentí a mí misma. Parece una estupidez, probablemente volveremos a vernos, pero ya no estemos unidos como lo hemos estado todo este tiempo. Ahora es más bien como saber que existe, saber que es mi otra mitad, pero estar convencida de que nuestro tiempo en esta vida se ha terminado. Supongo que el destino nos juntó para que nos hiciéramos fuertes, para que nos ayudáramos y nos apoyáramos en nuestra búsqueda de autoconocimiento hasta encontrar nuestro lugar en el mundo. Y ahora que nos hemos definido a nivel personal y profesional, ahora que ya podemos volar solos, es como si no nos necesitáramos. Ahora tenemos que cumplir con nuestro destino en esta vida… y quién sabe, hasta próxima.

Le escribí mil cartas que nunca le envié, mil preguntas que nunca le formulé. Deseé, como he deseado siempre y como seguiré deseando con todo mi corazón saber de verdad qué es lo que esa persona (fuera de mi mundo imaginario místico, en la vida real) piensa sobre mí, lo que siente, sintió o llegó a sentir. Me habría gustado conocer su versión de la historia. Puede que me hubiera llevado un chasco, puede que él nunca llegara a pensar en mí de la misma manera, quién sabe. O puede que sí. Tengo claro que siempre tuve un lugar especial en su pequeño mundo hermético. Tengo la certeza de que jamás olvidará mi nombre, el olor de mi piel, mi sonrisa, el brillo de mis ojos cuando me hace sonrojar. Sé que nunca mirará a nadie como me mira a mí. Eso lo sé porque lo sabemos todos, incluso sus amigos, que no me conocían de nada, en dos ocasiones que nos vimos supieron que soy especial. Puede que no fuera lo que yo pienso o lo que yo imagino o lo que yo creé a través de este blog sobre nosotros. Pero sé que nunca segregará tanta oxitocina con otra persona que no sea yo. Nunca pasará tantos años de complicidad con ninguna otra persona.

Han sido más de diez años. Diez años en los que cumplí las promesas que le hice el primer día: nunca le he pedido nada, nunca le he preguntado nada, nunca le he obligado a nada, nunca le he exigido explicaciones, nunca le he atado o cohibido, nunca le he castigado. Sólo le dije «te quiero» una única vez, tras mi accidente, y juré que jamás lo repetiría ni le pediría que me lo dijera, y no lo hice, nunca llegó a decírmelo, aunque a veces lo daba a entender. Apoyé todas y cada una de sus decisiones, acudí a su lado cuando me necesitó. Y esperé paciente en mi lado del mundo a que tuviera disponibilidad para mí. Me entregué en cuerpo y alma en cada encuentro, en cada conversación, en cada segundo que quiso compartir conmigo. Y le dejé marchar sin ambages ni reproches cuando quiso irse.

Todos estos años aprendí el significado del verdadero amor. Confío en él, siempre lo hice, y nunca me hizo daño. Deseaba y deseo su felicidad a toda cosa, porque cuando él sufre, yo sufro, y cuando es feliz, me siento plena, indistintamente de cuál sea el motivo. Me alegré con sus alegrías, le apoyé con sus proyectos, le sostuve cuando dudó de sí mismo, lloré con sus fracasos, sufrí sus miedos y estuve ahí para verle crecer. Y en todo momento me sentí plena, satisfecha, feliz, completa. No necesitaba nada, sólo saber que él estaba ahí. Porque lo estaba. Estuvo a mi lado en mis mejores y en mis peores momentos, me apoyó, me rescató, me cuidó sin juzgarme. Y nunca me pidió explicaciones ni me hizo preguntas ni me pidió nada. «Déjalo marchar, si te quiere, volverá», nos amamos en libertad, simplemente. Estábamos tan seguros de que siempre estaríamos ahí que jamás tuvimos la necesidad de atarnos ni de encerrarnos en una jaula ni de obligarnos a renunciar a nuestros sueños para estar físicamente juntos.

Hasta que desapareció. Ya desaparecimos alguna vez en el pasado. Él desapareció de mi vida cuando estuvo saliendo con Nayarak, tuvo que vivir esa experiencia para darse cuenta de que no podía olvidarse de mí, y regresó a mi lado. Yo desaparecí de su vida cuando Aker se apoderó de mi mundo… y volvió para rescatarme. En ambas ocasiones sabía que seguíamos unidos, lo sentía dentro de mis tripas latiendo con tanta fuerza que no cabía en mi cabeza pensar que no volveríamos a vernos. Aquellas dos veces yo sabía que eran temporales.

Lo que vino después fue la época más preciosa de toda esta historia. Era tan perfecto. Nos conocíamos, nos amábamos, nos sinceramos, nos abrimos al mundo y se acabaron los armarios y las tapaderas. Y me cegué. Era tan feliz en aquella burbuja, me sentía tan pletórica, que no podía pensar en nada más. Era un sueño. Un maravilloso y profundo sueño, un regalo del universo. Durante un tiempo pude sentir lo que me había estado perdiendo toda mi vida, lo que me voy a perder toda mi vida, lo que tienen los demás. Fuimos normales y nos quisimos y nos disfrutamos y pasamos tiempo juntos como lo haría cualquier pareja.

Pero no era real. Está escrito que en esta vida no nos toca estar juntos. Y el mundo nos ha separado. Llegó ese momento. Por eso sentí que Nochevieja era una despedida, porque fue la primera y única vez que nuestro encuentro fue forzado. La única vez que no fluyó. De alguna manera tuvimos miedo o puede que rechazo o puede que no quisiéramos asimilarlo y nos obligamos a vernos una última vez. Un encuentro agridulce, lleno de amor, deseo, ansias de fusionarnos para siempre, prisas por quemar hasta el último segundo, de miradas llenas de miedo, de ansiedad, de angustia. Besos amargos ahogados en alcohol y drogas y abrazos desesperados que no pudieron impedir que el sueño se hiciera jirones.

Él se fue a Alicante a luchar su batalla y yo me quedé aquí a luchar la mía. No sé cómo lo habrá percibido él, no sé cómo lo siente, ni lo que piensa, ni cómo lo vive, no sé nada. Sé que para mí ha sido como caer en medio del caos sin objetivos ni metas. Mi punto de referencia se ha volatilizado. Me he sentido todo este tiempo como un ejército sin general ni comandante ni nadie que lo guíe hacia ninguna parte. ¿Hacia dónde ir cuando no tienes a dónde ir? ¿Por qué luchar cuando tu motivo ya no está? Mantuvimos el contacto un tiempo, pero al final se diluyó.

Un día sentí un desgarro en mi interior, como si se me partiera el alma en dos, y supe que había llegado el momento. No quería asimilarlo, me había estado engañando a mí misma justificando muchas cosas para no tener que pasar por el sufrimiento, pero no pude retrasarlo más tiempo. Simplemente, ocurrió. Así como había sabido siempre que existía, así como supe que era él el primer día en que nos vimos en esta vida, una tarde tuve la certeza de que había llegado el momento de dejarlo marchar, esta vez de verdad, esta vez para siempre. Él no lo sabe, ni lo sabrá, pero en la última conversación que tuvimos le pregunté si era feliz y cuando me contestó que sí rompí a llorar. Fueron mensajes de WhatsApp. Le dije que eso era lo único que importaba. Así acabó todo. Dejé el teléfono a un lado y cerré los ojos. Lloré todo lo que tenía que llorar y al mismo tiempo sentía cómo una parte de mí abría sus alas y marchaba en libertad, era su parte, su ser, mi alma le liberaba.

Durante algún tiempo le escribí de vez en cuando, pero no me contestó. No sé. No quería renunciar a él, no quería admitir la nueva realidad. Hasta que lo hice. Tenía que renunciar a su conjuro, a su hechizo, a la ilusión de una vida que no es mi destino. Ahora lo veo con perspectiva y creo que tal y como estaba evolucionado la situación, estábamos acercándonos al borde del precipicio de las renuncias. Creo que estábamos peligrosamente cerca de entrar en un compromiso emocional en el que habríamos tenido que plantearnos la tesitura de intentar estar juntos buscando un punto en común en el que ambos habríamos tenido que renunciar a algo importante para intentar tener una relación para la que no estamos preparados. Puede que las heridas emocionales del pasado nos impidan tener una relación formal de pareja, una relación estable al uso, pero la realidad es que ambos tenemos pánico a ese compromiso. Nunca lo habíamos necesitado pero de algún modo se estaba fraguando. Y creo que él se apartó de mí por eso. ¿Fue por puro egoísmo, por miedo de sí mismo, por inmadurez? ¿Fue una forma de protegernos del dolor de hacernos daño y convertirnos en los monstruos de los que huimos? ¿Estuvo bien o mal? ¿Es justificable o criticable? No lo sé. Sí a todo. No a todo.

Él desapareció, sin decirme nada. Se alejó de mí. Me abandonó. Y me dolió. Y me duele. Tengo su nombre tatuado en el cuello con la frase «aquí y ahora», porque esa era la relación que teníamos. Él es mi amor, lo que siento por él es amor, un amor incondicional capaz de sobrevivir a todos los tiempos, a todos los obstáculos, a todas las tormentas y tempestades, un amor sempiterno. Jamás podré sacarle de mi corazón, de mi alma, de mi pensamiento. Y siempre juzgaré todas y cada una de mis relaciones en función de las carencias que encuentre comparando lo que me dan con lo que siento por él. Es el único, el eterno, el inigualable. Es el aire que respiro, la sangre de mis venas, el fuego que alimenta mi alma, los escalofríos en mi piel, es mi todo, mi mundo, mi esperanza, mi fe, mi conexión con la vida. Sé que siempre se me erizará el cabello de la nuca cuando le recuerde, que siempre me estremeceré y me sonrojaré pensando en su sonrisa, que escuchar sus canciones me lo traerá constantemente al recuerdo de mi almohada. Siempre vivirá en mí. Aunque no volvamos a vernos. Nadie podrá ocupar nunca ese lugar ni igualarle. Siempre estará tras de mí su sombra, recordándome que nada ni nadie será suficiente, nadie.

Por eso estoy estancada en un punto muerto del que tengo que salir, pero es que no quiero emprender el camino, porque sé que mi camino me alejará para siempre del sueño.

Ha llegado la hora. Es la realidad. Sé que tengo que afrontarlo, estoy preparada, formada, conectada y evolucionada. Ahora se está dando la conjunción astral, se están construyendo las sinergias. Todo lo que he vivido desde el primer día de mi existencia hasta este instante me ha conducido a este momento. Tengo que brillar. Voy a cumplir mi destino, está saliendo todo como debe de salir, está sucediendo. Como cuando alcanzas la edad y te baja tu primera menstruación. O como cuando te enfrentas por primera vez al miedo a la oscuridad tú sola, sin nadie que te guíe, y te ves obligada a caminar a tientas muerta de miedo hasta el interruptor y descubres que no hay que temer. Ya está aquí. Está sucediendo y tengo que vivirlo. Es una nueva etapa, es para lo que me he estado preparando todo este tiempo. Está escrito.

Debería ser feliz, estar contenta. En realidad estoy satisfecha y expectante, pero no termina de convencerme. Me siento orgullosa de mis logros, claro que sí, me he sorprendido a mí misma. Estoy abriendo mi crisálida. Pero sólo pienso en su mirada, en el aroma de su piel, en su última caricia deslizando las yemas de los dedos por el tatuaje que lleva su nombre, descubriéndolo por primera vez. No se lo conté, ni se lo enseñé. Lo descubrió en la cama, al retirarme el pelo del cuello para darme un beso. Lo escribí en japonés: un as de corazones (su verdadero nombre es Alfredo) y los kanjis en japonés de «ichi-go, ichi-e». Los acarició sorprendido, los estudió, los dibujó y los escribió con los dedos. Él supo lo que significaba. Habla, lee y escribe japonés. Tardó un rato, pero en cuanto me estremecí y supo que estaba despierta me susurró:

«No deberías haberlo hecho.»

Me di la vuelta despacio, le miré a los ojos y sonreí. Aquella fue la primera punzada que me dio la sensación de que sería la última vez. Recuerdo que fue como un frío en las entrañas, algo sutil, pero permanente. Me besó y frunció el ceño con gesto protector, como me mira siempre que considera que hice alguna niñería de las mías, de esas que no aprueba personalmente pero que en realidad le parecen tiernas y adorables y sonrió de medio lado. Suspiré, aparté la mirada y me tumbé boca arriba, contemplando cómo amanecía a través de la ventana de su alcoba, nuestra alcoba, un lugar que posiblemente no vuelva a ver nunca más. Volvió a apartarme el pelo y volvió a acariciar y leer el tatuaje. Sé que le gustó, sé que le sorprendió. Nunca se lo habría esperado.

«¿Cómo sabes lo que significa?», se burló, porque yo no leo ni escribo ni hablo japonés.

«Lo sé, porque lo has entendido», no le miré, sólo sentía su presencia, absorbía el momento. Era consciente de su calor, del espacio que ocupaba, de las coordenadas exactas de cada célula de nuestros cuerpos en el mapa cósmico del universo. Cada rincón de su habitación, cada libro, cada figurilla, cada elemento, cada cuadro… todo el conjunto. Nuestro escenario, nuestro contexto, el lugar en el que había empezado todo y el lugar en el que todo terminó.

«Podría significar cualquier cosa.» Sé que no quiere darle importancia. Nunca se permitió el lujo de aceptar mis sentimientos, como si temiera lo que pudiera ocurrir. No es que no me quisiera, es más bien que él no quería que le quisiera, no quería que le amara, no quería que mis sentimientos condicionaran nuestras vidas, que nos impusieran normas. Siempre quiso que viviera por mí misma, para mí. Que fuera libre de cadenas y que no me sintiera obligada a nada, que no pudiera obligarle a nada. No sabría explicarlo. Le aterraba el compromiso.

«No quiero olvidarte nunca. Pase lo que pase.»

Después de eso hicimos el amor por última vez.

Cómo lo echo de menos.

Un día, después de su desaparición definitiva, tuve una inspiración y le mandé el relato «El Rayo de Luna» de Gustavo Adolfo Bécquer. Quise decirme a mí misma que toda esta historia no había sido más que un rayo de luna, que siempre he estado enamorada de un espejismo idealizado, que Efraín sólo fue un reflejo fugaz de la luna en medio del bosque, una invención, un cuento que me conté a mí misma. Nunca sentiré lo mismo por nadie, porque al fin y al cabo el amor no es más que eso: un rayo de luna fugaz, perfecto e inalcanzable, algo imposible y al mismo tiempo tan grande, que no se puede medir ni olvidar.

Hace poco me preguntaron qué haría si apareciera de nuevo en mi vida y me pidiera que lo dejara todo para empezar por fin una vida juntos. Casi todos pensaban que le diría que sí. Yo pensaba que le diría que sí. Pero ahora ya no estoy tan segura. Le he entregado tanto tiempo de mi vida, le he esperado tanto tiempo sin avanzar hacia ninguna parte… ahora me toca vivir a mí, este es mi tiempo. Supongo que si quisiera volver a mi vida, debería saber esperarme.

El otro día me puse de foto de perfil en whatsapp un cartel de un bar que me hizo gracia que dice «pide por esa boquita». El sábado de Semana Santa me escribió a la una de la mañana. Fue una frase insulsa, vacía, rara. «Totally wasted, qué tal la semana santa por ahí?» Intenté traducirlo, pero no llegué a entenderlo. Sé que vi aquel mensaje a las cinco de la mañana, le mandé una interrogación y nunca obtuve respuesta.

Tengo claro que no habría llevado a nada. Tengo claro que no hay conexión, que estamos en parámetros diferentes. Y aunque no tengo nada que decirle, me muero de ganas de volver a hablarle. Ojalá algún día regrese a mi vida, pero tendrá que regresar por sí mismo, tendrá que andar el camino desde dondequiera que esté hasta donde me encuentre cuando llegue el momento, ya no puedo esperar más.

Así que estoy en ese momento en el que siento la nostalgia de todo lo que pudo haber sido y no fue, de todo lo que fue y no quise que fuera. Siento que hemos desperdiciado todos estos años, que los hemos perdido. Me duele que no los hayamos convertido en nada, que todo este tiempo se haya esfumado sin más, cuando podría haber sido algo tan grande. Creo que él lo echó a perder. Pudo haber sido tantas cosas, pero la realidad es que estuvimos todos estos años en stand by, encontrándonos constantemente en el mismo punto fijo en medio del caos del universo, sin avanzar ni evolucionar ni crecer. Nos cerramos a cada momento, minimizando todo lo demás, estancando el cauce natural del río. Dejamos pasar las horas, dejamos pasar los sueños, las ilusiones, dejamos pasar el tren sentados en el andén sin intención de ir a ninguna parte.

Escribí toda una historia de amor, la historia del amor que me acompañará toda la vida. Quise escribir una historia que fuera eterna, quise parar el tiempo para siempre en su alcoba, en el refugio seguro de sus brazos, pero no pudo ser. Como dice la canción, un otoño el demonio se presentó, fue cuando el arbolito se deshojó. No quisimos ver venir el momento en que el sueño se quebrase. Nos visitó el viento, pero nuestra veleta ni se inmutó… pasaron las horas, soñé despierta, me pregunto si estará solo y muero de nostalgia y de añoranza. Pero perdí la ambición y nunca llegué a escribir esa historia, no pude parar el tiempo, se me escaparon las horas… ahora tengo que intentar olvidar todos esos sueños de un futuro que nunca iba a ser para poder descubrir lo que sea que esté por llegar.

Sé que nunca será igual. Siempre quedará la duda de todo lo que no pudo ser, de la otra versión de la historia. Siempre será una historia incompleta. Tal vez sea mejor así.

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Este blog es pura ficción, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia y sólo demuestra que tienes un problema severo de autoestima y protagonismo. No seas ególatra!! Se trata de mí, no de ti, por una vez en mi vida.

Además es como la peli del Makinavaja: va a ofender a todas las insituciones posibles habidas y por haber… así que si te ofende, es que hice bien mi trabajo o te autoidentificaste como parte del problema social.

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